Las aventuras de Sir PolyEn el corazón de las tormentas

tal y como nos ha llegado a través
de las confusas transcripciones
del egregio escriba



primus inter pares
magister ludici ingenii
sermo rustici loquens


Sir Poly

Se dice de los ogros que sus tremendas risotadas resuenan en el corazón de las tormentas y que se puede adivinar el latido de sus corazones en las raras ocasiones en que la tierra tiembla y se resquebraja. Y aunque estas comparaciones sean acaso el fruto de la exageración y de las mentes impresionables, el ilustrado más escéptico no debería descartar que algo de cierto hay en ellas.

Ocurrió que Sir Poly cabalgaba por un pedregoso paraje en la base de los legendarios Picos de Europa. Durante días venía cayendo una fina llovizna pertinaz, calando a montura y jinete hasta los huesos y llenando las mentes de ambos con negros pensamientos. Sir Poly deseaba llegar a algún lugar donde una gesta pudiera levantar su ánimo, ya fuera una doncella en apuros, un demonio maléfico, una maldición milenaria, cualquier cosa. Su espada Bullimia se impacientaba en la vaina, con rugidos no muy diferentes a los de un estómago hambriento.

Ya casi envuelto por el manto de la noche, llegó el caballero a un valle en el que se erigía un pueblecito de aspecto modesto. Había una fonda a la vera del camino, con las ventanas iluminadas por el fuego del hogar, y provenía de aquel lugar una música agradable que ofrecía la promesa de un merecido descanso tras la larga travesía. Algo más animado ante la perspectiva de comida caliente y sueño en buen jergón, desmontó Sir Poly con pesadez, haciendo gran estruendo herrumbroso con su armadura empapada. El corcel Cejador lo miró con envidia y pateó el suelo, ante lo que el caballero sonrió con cariño y le palmeó la cabeza.

—Tranquilo, mi fiel compañero, que ante todo buscaremos un buen establo donde acomodarte para la noche. Y, sin que sirva de precedente, me encargaré de que un tinto caliente acompañe tu cena y prepare estilizadas yeguas de grandes belfos para que pueblen tus sueños.

Ante la mención del vino, el caballo se alzó alegre sobre sus cuartos traseros. Luego se dejó caer al suelo y ofreció su vientre mimosamente para que se lo rascaran.

—¡Un poco de decoro, pardiez! —exclamó Sir Poly—. Alguien podría vernos y mi reputación sufriría un duro golpe.

El caballo miró a su jinete con tristeza. Gimió un poco.

—No, no hay carantoñas. ¡Levántate!

En vez de eso, el corcel Cejador restregó el lomo sobre el barro, volteó el cuerpo de un lado a otro con notable estrépito y profirió gemidos cada vez más escandalosos. Sir Poly apeló a la paciencia y optó por ignorar el engorroso comportamiento de su montura; se giró con dignidad y encaminó sus pasos hacia la puerta de la fonda.

En el interior lo aguardaba un extraño espectáculo. Al principio pensó que lo había traicionado el juicio y que no se trataba de una posada, puesto que no había nadie allí dentro. El desconcierto duró poco; fijóse el noble en los toneles y las mesas alargadas que comúnmente adornan estos locales de esparcimiento. Había también una amplia chimenea en la que ardía un fuego vigoroso, que alguien debía alimentar y cuidar como a un recién nacido. Y no era éste el único indicio de la reciente presencia de hombres: sobre las mesas había jarras y comida, muslos de pollo a medio mascar, incluso una pipa encendida. Al instante sospechó Sir Poly de la existencia de algún encantamiento y llevó, alarmado, la mano a la empuñadura de Bullimia.

—¡Ah de la casa! —llamó a viva voz—. ¡Mostraos si me escucháis! ¿Hay alguien aquí?

Un ruido a su izquierda lo puso en guardia. Detrás de uno de los toneles que formaban la barra, apareció tímidamente una cabeza; primero la frente, luego los ojos muy abiertos y finalmente una nariz colorada que se acompañaba de un grueso bigote.

—¿Quién… quién va? —se escuchó tras la barra.

—Soy Sir Poly de Vast, caballero infatigable en busca de nobles gestas que…

Antes de poder concluir la frase, se levantó con evidente alivio y algo de fastidio el hombre dueño del bigote, haciendo gestos con la mano para que se callase.

—Bueno, bueno… Eso es otra cosa, menudo susto nos habéis dado. ¡Eh, amigos, ya pasó todo, la cena continúa, el vino discurre de mis barriles a vuestros gaznates y el dinero de vuestros bolsillos a los míos! ¡Vamos, salid!

Tras los barriles, las mesas, las sillas y cualquier objeto lo bastante grande como para ocultar a un hombre, comenzaron a aparecer más cabezas de ojos atemorizados. Hubo incluso un enano que salió del interior de una tinaja, empapado en vino y evidentemente intoxicado, pues rodó por el suelo con un chapoteo. Los clientes de la fonda escudriñaron a Sir Poly con desconfianza y, tras decidir que su apariencia era inofensiva, fueron regresando a sus platos entre gruñidos y murmuraciones.

—¡Vamos, amigos, que suene la música, que rueden los dados! —exclamó el hombre bigotudo, a todas luces el posadero; con gran aspaviento portaba jarras y las depositaba ante los recién aparecidos—. No hay como un momento emocionante para que el vino tenga mejor sabor.

Sir Poly observaba la situación algo confuso, pero, al comprobar que no había nada maléfico en aquella sala, relajó la mano que aferraba a Bullimia y se acercó hasta la barra. Los hombres que se habían escondido le lanzaban ahora miradas enojadas y rencorosas, claramente incómodos por haber sido sorprendidos en una actitud tan humillante, pero algunos ya comenzaban a bromear y a simular que nada había pasado. En breve toda la sala estaba de nuevo animada por conversaciones, chanzas y risotadas. El enano que saliera de la tinaja se tambaleó hasta una esquina, donde tomó un laúd que comenzó a afinar con dedos torpes.

El posadero, viendo la crisis superada, regresó a la barra sonriente, y contestó de buen humor a un comentario soez con otro aún más obsceno que levantó un estruendo de carcajadas.

—Bueno, bueno, bueno… —dijo al fin, dirigiéndose a Sir Poly—. ¡Así que un caballero! Me aventuro a suponer que viajáis desde lejos y que estaréis cansado, deseoso de buena cena, buen vino y buena cama.

—Bueno, yo… —comenzó Sir Poly, señalando a la sala.

—¡Nada como un trago para dejar atrás las penalidades del camino! —interrumpió el posadero plantando una jarra sobre la barra—. Un rico caballero deseoso de aligerar su bolsa es siempre bienvenido en mi casa. ¡Salud!

—Ehm, sí, gracias, pero yo tengo una duda sobre lo que pasaba aquí cuando…

—¿Hambriento, verdad? ¡Esperad a probar el estofado de carne! Se os saltarán las lágrimas de alegría o no me llamo Rumasón.

El enano comenzó a tocar el laúd, una tonada jocosa de alegres fraseos ante la que era imposible no levantar el espíritu. En pocos segundos, nada había en el ambiente que recordara el misterioso incidente de unos instantes atrás y Sir Poly, hombre entregado a la discreción, decidió olvidarse del asunto.

—Antes de nada —le dijo al posadero— quisiera que alguien se encargara de mi montura.

—¡Por supuesto! Mis establos están limpios y frescos, son la envidia de la contornada. Alojamiento pues de primera calidad para caballo y caballero.

Dicho esto dio el posadero las instrucciones oportunas y al punto se encontró Sir Poly sentado en una mesa ante un plato humeante y una jarra de vino llena hasta el borde. Sin apenas darse cuenta, se unió entre bocados a los demás parroquianos en la conversación e incluso se animó a cantar en los estribillos de las canciones. El hábil posadero mantenía su jarra siempre llena y aparecía con nuevas viandas a cuál más deliciosa: pan caliente y tierno, quesos de diversa consistencia, embutidos, caldos de judiones, el prometido estofado de carne y un surtido de dulces embriagadores. Sir Poly comió hasta que se sintió reventar dentro de la armadura, momento en que sacó su pipa y decidió invitar a sus compañeros de mesa a una ronda de aguardiente. Narraba una anécdota particularmente jocosa de uno de sus primos Gordos cuando se abrió la puerta de la posada con un fuerte golpe.

Al momento todas las conversaciones cesaron y hubo ciertos amagos por parte de algunos para lanzarse bajo las mesas. Sir Poly, levemente achispado, miró hacia el umbral con algo de desconcierto pero sin especial alarma, y vio una sombra avanzar hacia el interior. Se trataba de una mujer vestida con lo que parecían restos de túnicas remendadas. Tenía el pelo largo, apelmazado en mechones grasientos que le caían sobre los hombros, ojos hundidos y una fea nariz formada por multitud de bultos amorfos.

Al reconocer a la mujer hubo un murmullo de alivio por parte de la concurrencia, gestos de fastidio y comentarios enojados. Todos volvieron a sus jarras, con la intención de darle la espalda e ignorar su presencia. La mujer, sin embargo, no parecía dispuesta a pasar inadvertida.

—¡Eso, cobardes, medio hombres! —gritó—. ¡Volved a vuestro vino, a ver si sois capaces de ahogar en alcohol la falta de arrestos!

Sir Poly observó con algo de sorpresa cómo la gente parecía asumir estos insultos con la mayor de las indiferencias. Hasta el vivaracho posadero intentaba escabullir la mirada y afanarse en la limpieza de la barra.

—¡Bebed y olvidad, gusanos, bebed mientras vuestras mujeres lloran en silencio y vuestros hijos perecen! —continuó la mujer, señalando con un dedo acusador que pretendía obtener la atención de los señalados; estos, sin embargo, encontraban un repentino interés en sus propios calzados—. ¡Yo os maldigo, cobardes, y afirmo que entre todos no reunís los atributos de un hombre! Mientras cantáis y reís una terrible presencia se cierne sobre nosotros y tened por seguro que la solución no se encuentra en el fondo de una jarra.

Sir Poly se volvió hacia el comensal que se sentaba a su izquierda con intención de preguntarle por la naturaleza de esta situación, pero el hombre hundía la cabeza entre sus manos y se convulsionaba levemente, como si sollozara.

—¿Es que no hay en toda la sala un hombre capaz de encarar la realidad? ¿No hay nadie para el que el honor y la decencia signifiquen algo?

Ante esta pregunta que evidentemente lo incluía, no pudo el caballero contenerse por más tiempo y se levantó de forma aparatosa.

—¡Basta, buena mujer! —exclamó Sir Poly—. ¿Qué son esas cosas que gritáis y a qué viene tanto desprecio? Pues sabed que un de Vast no puede hacer oídos sordos a semejantes insultos o permitir que se ponga en duda su valor.

La mujer volvió la cabeza y clavó unos ojillos suspicaces en el caballero. Sir Poly sintió la negrura de esa mirada penetrante, que leía en el fondo del alma y lo hacía sentirse desnudo como un bebé.

—¡Ah! —exclamó la mujer. Bajó de repente el tono de voz, que se convirtió en apenas un ronroneo—. ¡Ah! Se ve que no sois de por aquí.

—¡Ciertamente que no! Vengo del condado de Bracamonte, donde los hombres se forjan sobre áridas piedras bajo un sol inclemente y se templan bajo la crudeza del invierno…

La inspirada descripción se vio interrumpida por la mueca de incredulidad más descarada que jamás hubiera visto nadie… ¿o acaso era hastío?

—Sí, sí… —suspiró la mujer—. Los hombres siempre son grandes pregoneros de sus virtudes. Pero no es momento para lírica, sino para hechos. ¡Si queréis demostrar vuestra valía, callad y seguidme con premura!

Sir Poly, que había tenido una réplica presta a abandonar sus labios, cerró la mandíbula algo molesto. Se ajustó la vaina de Bullimia, vació la jarra de aguardiente de un trago y caminó hacia la mujer con ademán decidido. A punto de cruzar el umbral de la salida, el enano del laúd murmuró—: Valiente, pero tonto. Un valiente fiambre.

La mujer se detuvo y se dirigió hacia los hombres silenciosos de la taberna.

—¡Un extranjero tiene que venir a demostraros lo que es coraje! Podéis añadir eso a la suma de vuestras humillaciones. —Y de repente cogió al enano por la colleja y lo levantó en vilo. Le puso un dedo sobre la nariz— Culfeik Bógar, al que llaman Polilla. Es hora de que tu lengua aprenda una lección de modales.

La mujer arrancó uno de los cabellos del enano y se lo guardó en algún lugar de sus túnicas harapientas.

—¿Sabes lo que esto significa?

El enano tragó saliva y asintió apresuradamente.

—No estoy segura de que lo entiendas bien —susurró la anciana.

—¡Oh, sí, sí! —aseguró Polilla—. Significa que nunca más seré irrespetuoso con las damas, especialmente aquellas de edad avanzada que se dedican a las Artes Arcanas. ¡Significa que seré amable, galante, seductor y un muchacho excelente!

—Noooo —canturreó la vieja—. Significa que vas a acompañar al caballero en su noble gesta.

—¿QUÉ? ¿YO? ¡Pero si soy un enano, un inútil, un despojo! Soy débil, cobarde y tonto por añadidura. Apenas un trovador mediocre. ¡Oh, Guarasch, dios de los bribones! ¿Qué puedo ofrecer en calidad de agresión? ¿Acaso unos insultos o unos versos pésimos que irriten las orejas de mis adversarios? Tan sólo estorbaría al guerrero. Preguntadle, vamos, sólo un loco me querría a su lado y este señor parece tener la sesera bien asentada sobre sus hombros.

Un temblor sacudió la taberna. Fue un estremecimiento sordo, que hizo bailar los platos y las banquetas desocupadas. Las cabezas de los presentes se irguieron expectantes. En la lejanía, apenas un suspiro traído por un viento despistado, se pudo escuchar un extraño sonido, una suerte de «a-hom» grave, subterráneo, que retumbaba levemente en el estómago. Otro temblor, más fuerte, siguió al primero. En esta ocasión, la madera de las paredes crujió como la de un barco. Las jarras rodaron por el suelo, alguno de los hombres perdió el equilibrio sobre su silla.

—¡Es él! —gritó alguien—. ¡Ha vuelto!

—¡Huyamos!

Si en un instante la quietud había sido total, en el siguiente se hizo el caos. Todos los que se hallaban en la sala se levantaron de repente y comenzaron a correr en todas direcciones. Algunos se ocultaron bajo las mesas, otros saltaron por las ventanas, otros buscaron la salida de atrás, todo ello en mitad de una confusión de cuerpos empujados, pisados, apartados a empellones.

—Pero, ¿qué sucede? —preguntó Sir Poly, sin saber a dónde dirigir sus esfuerzos.

—¡Ahora veremos vuestra célebre templanza invernal! —exclamó la mujer, que todavía sujetaba a Polilla por el pescuezo—. ¡Vamos!

Salieron a la carrera de la taberna, la vieja mujer portando al enano (que pataleaba inútilmente) y Sir Poly correteando detrás. El estruendo aumentaba poco a poco, una secuencia rítmica que alternaba temblores de tierra cada vez más intensos y espeluznantes rugidos huracanados, breves y resonantes «¡Re-jjumm!», «¡Ar-jjrach!» y «¡Jrum-ja-jum!». Sir Poly seguía de cerca a la mujer y trataba en vano de preguntarle por aquellos sucesos. Su experiencia le hacía intuir que estaba a punto de enfrentarse a algún monstruo, pero no acertaba a discernir las características del mismo.

Al poco tiempo los temblores se hicieron tan violentos que cada vez que retumbaba el suelo todos perdían pie y saltaban por los aires. La mujer guiaba a Sir Poly a través de las calles, apenas dudando unos segundos ante cada bifurcación. De repente se detuvo y señaló hacia los cielos con el dedo.

—¡Ahí lo tenéis, caballero! —exclamó con grandes gritos—. Contemplad la terrible estampa del ogro Pitotes.

Sir Poly levantó la mirada y vio con asombro la figura de un gigante. Debía de medir lo que ocho hombres, aunque era de corpulencia ancha y robusta para su tamaño. Se veía un cuerpo peludo, cubierto de pieles, de tal guisa que no se podía vislumbrar dónde terminaba el vello propio y dónde empezaba el ajeno. No atinaba Sir Poly a ver la cabeza, que se perdía en la noche, pero sí le sorprendió descubrir que los rugidos provenían de la boca y las narices del gigante, el cual resoplaba de forma casi incesante, absorbiendo el aire como un fuelle de fragua y expulsándolo en forma de tos, carraspeo, flema gorgoteante o rugido misterioso. Y los temblores del suelo eran producidos por sus pisadas, que hacían caer el peso del ogro sobre la tierra de la misma forma que un yunque caería sobre un tambor.

—¡Cáspita! —exclamó Sir Poly—. Es decir… ¡Atiza!

—Mirad a Pitotes, también llamado Gargatón o Craggasdil, que en lengua arcana significa «El que resopla bajo las montañas». Es el último de su raza que queda sobre la tierra de los hombres, un viejo Robador de Infantes, que pisotea los pueblos llevándose consigo a los niños para devorarlos. No hay hombre capaz de derrotarlo en combate singular. Es el Portador del Caos, la Némesis de la Vida Apacible.

Sir Poly escuchaba sólo a medias. Si bien es cierto que apreciaba la sabiduría como buen escolar, también era un hombre de acción que sabía responder a los estímulos. En estos momentos, sólo una cosa tenía clara: aquí había un enemigo formidable asolando a un grupo de inocentes e indefensos granjeros. La rabia anidó en su corazón. La indignación hirvió en su cabeza. Desenvainó a Bullimia y, con un aullido desafiante, cargó hacia el gigante sin dudarlo un momento.

Un hecho insólito, sin embargo, hizo perder lustre a tan noble intento. El ogro se movía con cierta pesadez, pero avanzaba veloz gracias a su poderosa zancada. Cubría con un solo paso la distancia de varias calles. A veces se detenía, golpeaba de un manotazo la pared de alguna casa e investigaba el hueco recién abierto. A pesar de estas paradas ocasionales, Sir Poly, pertrechado con armadura completa, apenas si conseguía acercarse a menos de cien metros del gigante. Corría con el máximo ímpetu, pero su velocidad dejaba mucho que desear. En una ocasión llegó lo bastante cerca como para ver que el ogro extraía a unos niños llorosos y atemorizados de entre las ruinas de alguna casa y los echaba en un saco que portaba en la espalda. Todo esto entre A-jums y Rrre-jrrromms, y una alegre tonada desafinada que el ogro canturreaba mientras sembraba la destrucción a su paso.

Sir Poly, casi sin aliento, dejó que su cerebro perdiera algo de ardor guerrero y volviera a funcionar de forma racional. Intentó descubrir alguna dirección en el itinerario errante del ogro para atajarle el camino, y creyó intuir que se dirigía principalmente hacia el norte, con ocasionales desvíos cuando una casa prometedora atraía su atención. Estaba buscando la ruta más adecuada para interceptarlo cuando, sin previo aviso, el gigante dio media vuelta y avanzó en línea recta hacia él. El caballero recompuso su porte, alzó a Bullimia y con todas sus fuerzas lanzó un vigoroso tajo contra el pie derecho que se le venía encima. La espada se abrió camino con presteza y golpeó entre el dedo gordo y el índice, y notó Sir Poly cómo se producía un desgarro en la piel. Al probar la sangre, Bullimia comenzó a alimentarse de la fuerza del ogro. Un torrente de energía sacudió a Sir Poly de la cabeza a los pies. Tenía la sensación de que el cuerpo le crecía dentro de la armadura, que se hinchaba, que iba a reventar. La cabeza se le llenó de sangre, dejó de ver y oír. Incapaz de moverse, sintió cómo cada miembro, cada músculo, se emborrachaba con una fuerza abrumadora, con un júbilo doloroso, hasta tal punto que no pudo sino gritar con toda su alma.

Atontado, se vio sentado en el suelo, con Bullimia a unos metros de distancia. Tenía encima tan sólo parte de su armadura. El resto se hallaba desperdigado a su alrededor y humeaba ligeramente. La mujer de la taberna se inclinaba sobre él y lo abofeteaba para que volviera en sí.

—¡… no me habéis escuchado! —estaba gritando—. Os dije que ningún hombre puede vencer al ogro en combate singular… ¿En qué andabais pensando? Suerte tenéis de estar vivo.

—¿Dónde…? —preguntó Sir Poly, buscando al gigante con la mirada—. ¿Cómo…?

—Se ha ido hace un buen rato. Ni siquiera se ha enterado de vuestro golpe. Ha vuelto a la montaña donde vive, con el saco bien repleto. ¿Me escucharéis ahora o vais a emprender una nueva gesta de patética virilidad?

Se incorporó Sir Poly con precaución y se dejó guiar por la mujer, que lo llevaba cogido del brazo. Del enano llamado Polilla no había ni rastro; obviamente su prudencia había dictado alejarse lo más posible de cualquier asunto relacionado con ogros.

Salieron del pueblo por una vereda arbolada que no tardó en convertirse en un pequeño sendero en mitad de un bosque. La mujer reñía a Sir Poly sin cesar, le afeaba la conducta y comparaba a los hombres con gorilas en celo. Entre diversos reproches acabaron por llegar a una cabaña donde la mujer se introdujo con esa familiaridad que sólo los propietarios ostentan. Obligó a Sir Poly a tumbarse en un jergón y le vertió una pócima repugnante por el gaznate, ignorando por completo las quejas del caballero.

—¡Esto os ayudará a descansar! No tenemos mucho tiempo antes de que el viejo Pitotes dé buena cuenta de los niños. Debéis recuperar el seso y partir en su busca, pero esta vez me escucharéis primero.

—Pero… Mi equipo…

— Tranquilo, nadie lo tocará. Ahora debéis dormir.

—¡No tengo sueño! —exclamó con indignación Sir Poly.

No bien hubo pronunciado estas palabras, la pócima hizo efecto y el caballero cayó como un leño recién cortado.


Lo primero que llamó su atención al despertar fue el espantoso sabor de boca y el aliento fétido que le salía del gaznate. Se llevó la mano a la cara y se sorprendió al encontrar la piel tan dura y reseca. Una barba incipiente, particularmente rasposa, le rascó la mano como si de piedra pómez se tratase. Sir Poly se irguió con pesadez y miró a su alrededor.

Reconoció la casa de la extraña mujer, pero le pareció algo más pequeña de lo que recordaba. En cuanto inspiró con ánimo de estirarse, pudo comprobar que sus ropas se habían arrugado y desordenado, porque notó cómo le oprimían el pecho y el vientre sin dejarle moverse con libertad.

—Es peor de lo que pensaba —exclamó la vieja desde una mecedora—. De alguna manera tenéis en vuestro interior algo de la esencia del ogro, pero me pregunto cómo es posible…

—No entiendo… —se quejó Sir Poly, luchando con su camisón.

—Habéis crecido. Y os estáis afeando al más puro estilo ogresco. ¿Sabéis de algún encantamiento capaz de semejante trasvase?

—Bueno, mi espada… —farfulló el caballero estirando de sus calzones—. Es una de las Hojas Zampadoras, pero nunca antes…

—¡Ah, entiendo! —exclamó la anciana—. Bueno, eso lo explica. La espada os ha pasado parte de la esencia de Pitotes. No hay que temer. Con un régimen adecuado y un par de pócimas, el mal puede subsanarse. Deberéis tener cuidado, no obstante, de no agredir al ogro con vuestra espada si queremos evitar que se agrave la situación.

—¿Cómo lucharé entonces? ¡Es un formidable adversario!

—Con seso y astucia. —La mujer se levantó y colocó una botellita sobre la mesa, con un gesto dramático—. Esto de aquí… (pausa significativa) …es lo único que puede salvarnos. ¡Pero cuidado…! (pausa efectista) Ha de ser utilizado con precisión para que funcione. ¡Un error, un descuido… (pausa terrible) … y estaremos perdidos!

Sir Poly alargó la mano hacia el frasco; contenía un líquido amarillento que tan sólo le evocaba imágenes escatológicas. La mujer lo retiró de su alcance con presteza.

—¡Todavía no! Antes hay cosas que debéis aprender.

»Los ogros no pertenecen a nuestro mundo. Vienen de los Reinos Soñados de Lugden, donde todo es impreciso como una idea fugaz o una olvidada inspiración. Hay lugares y momentos propicios para que ambos mundos se pongan en contacto. Y también existen poderosos sortilegios para viajar a través de los portales que los unen. Son muchas las formas en que un viajero puede cruzar los umbrales que separan nuestra realidad de cualquier otra. A veces es necesario el sacrificio de diez doncellas; en otras ocasiones, empero, basta con una fuerte determinación o el gesto de una mano.

Sir Poly pensó que si bastaba con el gesto de una mano, resultaba un tanto exagerado el sacrificio de las doncellas, pero sabiamente decidió no expresar esta idea en voz alta.

—Ahora os voy a explicar por qué es inútil luchar contra los ogros —continuó la mujer—. Los ogros no pueden morir en nuestro mundo, no tienen la suficiente presencia como para hacerlo.

—Pero sí para destruir edificios y causar enorme pandemonio…

—En efecto, pero eso no tiene absolutamente nada que ver.

—¡Ah, claro!

—No voy a entrar en detalles que de nada nos sirven. El tiempo apremia, así que escuchad: no se puede destruir a la bestia, pero se la puede expulsar de nuestra realidad. Aquí es donde esto —sostuvo la botellita al contraluz— entra en juego. Debéis ir al encuentro de Pitotes y hacer que se beba el contenido de esta redoma.

—Entiendo. Voy hasta su morada, lo saludo como a un viejo camarada y entonces supongo que me ofrecerá una jarra de cerveza ogresca o de cualquier repugnancia que beba; y, tras compartir una comida a base de petits enfants à la moutarde avec de la choucroute et des oignons sauvages sur un lit de pierres chaudes, aprovecharé los licores de sobremesa para darle el bebedizo.

—Ese sarcasmo proviene de vuestra intoxicación. ¡Prestad atención! No se trata tan sólo de que beba la pócima. Debe hacerlo en un instante concreto, en la medianoche de pasado mañana; la barrera entre ambas realidades se mostrará particularmente débil.

—¡Oh, fantástico! ¿Y cómo me las ingeniaré para tamaña exactitud?

—Ese es vuestro trabajo, caballero. ¿Qué hay de esos hombres que se forjan sobre áridas piedras bajo un sol inclemente y se templan durante los crudos inviernos?

—¡Precisamente! Estoy hecho para la lucha honorable y la resistencia en la batalla. Estas argucias pertenecen más bien al género femenino, que desarrolla la astucia como arma para sobrevivir en una sociedad patriarcal dominada por machos que abusan de la fuerza bruta para…

Sir Poly detuvo su discurso e hizo ademán de contemplar con extrañeza su propia boca, lo cual dio como resultado una mueca sin precedentes y carente de éxito.

—¿Eso lo he dicho yo? —preguntó con voz trémula.

—Seguís bajo los efectos de la influencia ogresca. Nadie puede predecir el curso de vuestros pensamientos hasta que os hayáis curado.

—Dadme esa pócima. Haré lo que pueda.

—Eso está mejor. Un último detalle, sin embargo.

La mujer se buscó entre los ropajes y extrajo el cabello robado al enano llamado Polilla. Lo enroscó alrededor de un dedo mientras canturreaba algo misterioso en voz baja. De repente estiró de los extremos y, con un breve alarido, rompió el pelo en dos.

La puerta de la cabaña se abrió de improviso y el enano entró rodando por el suelo.

—No olvidemos a vuestro escudero —dijo la anciana con malicia.


El sol de la mañana descubrió a Sir Poly y su rezongante escudero cabalgando por las estribaciones de la montaña donde residía el gigante. En vano había tratado el caballero de recuperar su armadura, ya que, debido al incremento pasajero de su corpulencia, los cierres se habían negado a encontrarse. Hubo de abandonar pues peto, grebas, tonelete, espaldar, guardabrazos, celada y guanteletes, todo en realidad, a excepción de unas estrechas martingalas, su escudo y —en contra de lo indicado por la hechicera— su espada, sin la cual se sentía incompleto.

El pequeño Polilla no dejaba de gruñir y maldecir en voz baja, insistiendo sobre la inutilidad de su presencia en este tipo de misiones. Cansado de esta incesante cantinela, el caballero le espetó:

—Escucha. No ha sido idea mía, pero será mejor que muestres un poco de entereza. Llegado el momento, bien puedes esconderte detrás de una roca y no salir hasta que todo haya terminado.

—Eso es lo que haré. ¡Ja! Esperad y veréis qué espectáculo de cobardía soy capaz de montar en apenas unos segundos.

—Una habilidad singular, no me cabe duda. Y ahora, silencio. Estamos cerca del sitio indicado.

El silencio exigido duró apenas unos minutos, antes de que Culfeik Bógar comenzara a gruñir de nuevo.

— …gruñ kejruñ

—¿Qué murmuras? —Sir Poly contuvo su exasperación.

—Hace frío.

—Cúbrete con el capote.

—Tengo hambre.

—La inanición agudiza el ingenio.

—Tengo resaca.

—Mi caballo también y no se queja. —El corcel Cejador emitió un bufido poco convencido, pero continuó la marcha.

—¡Y no son horas! Acostumbro a dormir hasta pasado el mediodía.

—El ejercicio matinal entona y fortalece. ¿Has terminado de una vez?

—¡Sólo hasta que encuentre otro motivo de queja!

Las rocas comenzaban a elevarse alrededor de los jinetes, irregulares y afiladas como dientes de troll. Al cabo de un tiempo el camino apenas era un paso estrecho entre paredes verticales de un blanco nacarado, y llegó un punto en el que se vieron obligados a situarse el uno tras el otro. Sir Poly no se molestó en preguntar y se colocó en la vanguardia, llevándose un dedo perentorio a los labios.

La senda entre los riscos describía un trazado tortuoso, de tal forma que no se divisaba más allá de unos pocos metros, hasta el siguiente recodo. El aire fresco de la mañana estaba en calma y la resonancia de la garganta forzaba el silencio incluso en el quejumbroso escudero.

Algo rozó la nariz de Sir Poly. Miró a su alrededor, pero no vio nada raro y pensó que sería la tensión ante el inminente encuentro. Al poco tiempo algo pequeño y duro rebotó contra su cabeza, y atisbó a ver que se trataba de un diminuto guijarro, que rodó por los suelos. Pensando que se trataba de Polilla, se giró sobre su montura para regañar al enano. Sin embargo, se detuvo con el dedo en ristre al ver que dos piedrecillas más caían sobre el propio Bógar, el cual dio un respingo sobre su pequeño caballo. Ambos se detuvieron a escuchar y mirar hacia lo alto.

Con el movimiento de las monturas no lo habían percibido, pero ahora se percataron de que había un suave temblor en toda la garganta, como si un río subterráneo corriese bajo sus pies. El temblor, no obstante, era rítmico y acompasado: calma, temblor largo, calma, temblor corto. Los temblores largos eran más leves que los cortos, y estos últimos eran los que causaban el desprendimiento de guijarros y arenilla de las paredes de roca. El escudero miró interrogativamente a Sir Poly, el cual se encogió de hombros y conminó mediante gestos que continuasen la marcha.

A medida que los jinetes progresaban, los temblores fueron creciendo en intensidad y llegó un momento en el que se acompañaron de un sonido familiar.

—No soy ningún experto en ogros —susurró el enano— pero juraría que se trata de un ronquido.

—Es posible —acordó Sir Poly—. En ese caso estamos de suerte. Nos acercaremos en silencio y lo pillaremos por sorpresa.

El estrecho paso desembocaba en una zona amplia y despejada de forma circular, totalmente rodeada por peñascos imposibles de escalar. Esta configuración orográfica funcionaba a modo de caja de resonancia para la acompasada respiración atronadora que hacía vibrar el suelo. Justo frente al lugar donde se encontraban se podía ver la abertura de una inmensa cueva. Era evidente que los ronquidos provenían de aquel agujero.

—Tú te puedes quedar por aquí —dijo Sir Poly—. Si no triunfo en mi empresa, regresa al pueblo e informa de nuestro noble aunque fracasado intento.

—Podría regresar ya y anunciar vuestra ruina —comentó el enano, esperanzado—. En el improbable caso de que finalicéis vuestra hazaña con éxito, tan sólo se llevarán una agradable sorpresa cuando volváis victorioso.

—Esperarás a mi regreso o a mi derrota, maldito cobarde. Luego haz lo que quieras.

Desmontó Sir Poly y dejó su corcel y su escudo a cargo de Bógar. Dudó sobre la conveniencia de abandonar la espada, pero reflexionó que no había gloria en una muerte desarmada y se ató a Bullimia en la espalda, de manera que la empuñadura asomara por encima de su hombro derecho. Así pertrechado, con su fiel acero y su frasquito de pócima, avanzó Sir Poly hacia la entrada de la gruta.

El interior de la caverna sorprendió al caballero por su aspecto. Para empezar, no se trataba del lugar lóbrego y frío que imaginara nuestro héroe, sino de una estancia iluminada mágicamente con una temperatura muy agradable. El espacio era enorme; apenas alcanzaba la vista a vislumbrar el techo rocoso y el fondo se perdía detrás de un giro en la excavación. El tacto mullido bajo sus pies hizo que Sir Poly mirase hacia abajo y descubriera que el suelo se hallaba cubierto por gruesas alfombras de fino trenzado. Asimismo, la mayor parte de las paredes estaba decorada con pieles, excepto en un recoveco en el que había una chimenea encendida.

En un lugar predominante se alzaba una mesa de comedor, con toda suerte de viandas deliciosas, aparentemente intactas, servidas para su degustación. Y más atrás se adivinaba la montañosa figura del ogro en sí, roncando con estruendo sobre un lecho de pieles y almohadones. Tenía los pies frente a la chimenea y, de cuando en cuando, agitaba los dedillos de forma perezosa y regalona.

Todo esto vio Sir Poly con estupor. La proporción de los objetos era, sin embargo, ogresca, por lo que el caballero tuvo la extraña sensación de sentirse encogido hasta el tamaño de un gnomo, pequeño, débil e indefenso. ¿Cómo podría un ratón de su tamaño hacer frente a semejante mastodonte?

Sin dejarse llevar por el desaliento, Sir Poly resolvió utilizar la pócima de inmediato e ignorar las instrucciones de la anciana. Su mente pragmática le indicaba que un bebedizo tendría el mismo efecto al margen del momento de su ingesta. ¿Qué eran, por otra parte, unas horas de diferencia? Se aproximó a la mesa con intención de vaciar el contenido de su frasquito en una de las copas de vino, pero enseguida se dio cuenta de que surgían dificultades imprevistas, como, por ejemplo, subir a la mesa. La mejor baza parecía ganar el asiento de una de las sillas y seguir a partir de ahí, pero la empresa no resultaba sencilla, dado, a su vez, el tamaño de las mismas. Sir Poly resolvió trepar por una de las patas y en ello estaba cuando Bullimia se aflojó de sus hombros y fue a parar al suelo con estrépito.

El gigante abrió los ojos de inmediato, parpadeando con desconcierto.

—¡Hum! ¡Hola! —exclamó—. ¿Qué ha sido ese ruido?

Se incorporó con asombrosa agilidad y cubrió la distancia hasta la mesa en dos enormes pasos. Sir Poly se dejó caer al suelo, tomó su espada y se encaró al ogro con fiereza.

—¡Oh, es un hombrecito! —dijo el ogro con un bostezo.

—¡Soy un caballero! —exclamó Sir Poly con dignidad—. Vengo a luchar contra vos y espero que Dios me dé fuerzas para enviaros a los infiernos.

—¿Luchar? —preguntó Pitotes, arrugando el entrecejo. Luego estalló en una fuerte carcajada—. ¡Sí, luchar! ¡Eso está bien! ¿Pero cómo voy a luchar con vos, que no abultáis más que un grano de trigo?

—No se mide al caballero por el tamaño de sus espaldas, sino por el tamaño de sus hazañas. —Y con estas nobles palabras, lanzó Sir Poly un vigoroso tajo contra el pie del ogro. Al instante notó de nuevo la esencia del gigante entrando por sus brazos, pero esta vez ya estaba preparado para el efecto y supo sacar buen provecho de él. Echando mano de la energía que bullía por su sangre, dio tres rápidos mandoblazos y subió por el pie en busca del tobillo. Pitotes se quejó como quien pisa un guijarro afilado y agitó la pierna inconscientemente, lo que envió a Sir Poly volando contra la pared de la gruta.

El caballero, sin embargo, se encontraba ebrio con las fuerzas del gigante y se incorporó de un salto, volviendo de inmediato a la carga. Consiguió encajar una buena estocada en el talón que extrajo un gemido molesto de Pitotes, y ya estaba preparando un segundo golpe cuando se sintió volar de repente. El ogro lo había cogido por el cuello del blusón y lo levantó hasta ponerlo a la altura de sus ojos. Pudo Sir Poly apreciar por primera vez la fealdad maltrecha del rostro de su oponente. La piel se hallaba recubierta por vello casi en su totalidad, creando la ilusión de un pelaje animal continuo del que sobresalían apéndices y protuberancias de nauseabundo aspecto: en el centro de la cara había una montaña de nariz, una probóscide amorfa con poros como cráteres, de la cual surgía un resoplido similar al fuelle oxidado de una vieja fragua; dos mejillas orondas y ásperas, con la textura y el color de la corteza del roble, abrían el camino visual hasta unas monstruosas orejas que no podían ser contempladas y que no describiremos por pudor. Sí destacaremos, sin embargo, los ojos del gigante, unos ojos del azul oscuro que precede a la noche cerrada, unos ojos vivos e inteligentes, que escudriñaron al caballero con leve reproche.

—Sois sin duda valiente, hombrecito —dijo Pitotes, con voz especulativa—. Pero esto es ridículo y acabaréis por hacerme enfadar.

Desde su ignominiosa situación, intentó Sir Poly lanzar una estocada contra la nariz de su oponente, pero el ogro apartó la cara a tiempo y tan sólo consiguió el caballero afeitarle un poco la zona del bigote. Intoxicado quizá por el fragor de la lucha y las energías ogrescas, clavó Sir Poly con fuerza la espada en la mano que lo sostenía. La pinza se abrió de inmediato, con un fuerte quejido por parte de Pitotes, y Sir Poly fue a caer de bruces sobre la mesa de las viandas.

—¡Ja! —exclamó el caballero—. No os veo tan fanfarrón ahora. Ya veis que soy pequeño como un abejorro, pero tengo el aguijón de una avispa.

Por toda respuesta, el ogro tan sólo juntó los dedos corazón y pulgar y mandó al caballero contra la pared de una fuerte toba. Sir Poly quedó tendido boca abajo en el suelo de la gruta, con todos los huesos del cuerpo suplicando clemencia.

—Bueno, esto ha sido divertido —dijo Pitotes, con un resoplido narigudo. Recogió a Sir Poly del suelo, le quitó a Bullimia de las manos y lo depositó de nuevo sobre la mesa—. ¡Y habéis luchado como todo un machote! Pero venga, bebed ahora un poco de vino. Os ayudará a reponer fuerzas.

Con el desconcierto de haber sido molido, Sir Poly accedió a probar del dedal que le ofrecían. Un vino fuerte, espeso, astringente y peculiarmente tonificante le atravesó el paladar y la garganta como una caricia de fuego. Se descubrió incapaz de beber con moderación y apuró el contenido del dedal con avidez.

—Bueno, ¿verdad? —rió Pitotes, con gran profusión de A-homs y Re-jjumms. Parecía como si el ogro tuviese un serio problema de obstrucción nasal—. Pero bebed de nuevo. Este vino es el agua de la vida, ¡qué digo!, es el sol que nos calienta.

De nuevo bebió Sir Poly con vicio y gusto aquel brebaje alimenticio. Sentía el calor del vino bajar por sus músculos doloridos y recomponer sus huesos machacados. Recordó de repente una tonada de sus años de mozalbete que había olvidado, y rompió a cantarla con gran estruendo.

Subimos al árbol a por la urraca
Y al caer aplastamos al jabalí.
El viejo abate está de resaca
Y su aliento no es cosa baladí.

—¡Tengo hambre! —exclamó de pronto.

—¡Pues comed de mi comida, pequeño hombrecito valiente! —contestó Pitotes—. ¡Re-jjumm! Compartamos el alimento e intercambiemos historias. Empecemos por un resumen de nuestras vidas, pasemos por las anécdotas divertidas de nuestra inconsciencia juvenil y adentrémonos en las especulaciones filosóficas que de ellas se deriven. Cuando tengamos la panza llena daremos rienda suelta a las historias de mujeres, que tan bien se acompañan de pipas y licores. Luego nos pondremos tristes y melancólicos, y dormiremos una siesta gloriosa. ¿Qué me decís ante este proyecto?

—¡Os tomo la palabra y juro que os haré pagar cara cualquier desviación del programa!

—¡Sea pues! ¡A-hom!

Gigante y caballero se abalanzaron sobre los alimentos. A decir verdad, Sir Poly se encontró viviendo uno de sus sueños más preciados, en el que la comida tenía una proporción descomunal, con panecillos del tamaño de su caballo y muslos de pollo grandes como torreones. Se encontró feliz abrazando una chuleta de cordero y se lanzó sobre la salsa montado a horcajadas en un trozo de pan. Pitotes comía con ganas y se reía con facilidad, una risa atronadora que reverberaba por las paredes de la caverna. El vino del ogro parecía no tener fin, siempre había una vejiga llena o un barril presto. Acabaron al fin por saciarse y el gigante transportó a Sir Poly hasta unos almohadones frente a la chimenea, lugar en el que ambos extrajeron sus pipas.

—Probad este tabaco —animó Pitotes, ofreciendo una bolsa de cuero—. No hay otro igual y… ¡Oh! ¡Esperad a probar esto! —Se levantó y corrió hacia el fondo de la cueva, de donde regresó portando una botella con un líquido opalescente—. El mejor digestivo que hay en el mundo… ¡A-hom!

De esta guisa pertrechados, comenzaron a intercambiar impresiones sobre esos temas que se discuten mejor frente a un buen fuego y en voz baja, buscando acaso la complicidad en el susurro. Sir Poly habló con inspiración de su amada, la Dama Yilena, a la que comparó con prodigios de la naturaleza: una risa cristalina como el rocío sobre la más fina telaraña; unos ojos luminosos como la luna llena en una tarde de verano, cuando aún se encuentra apoyada en el horizonte; y otros símiles de equivalente romanticismo. Pitotes escuchaba con una sonrisa soñadora, sin duda evocando en el discurso del caballero sus propias experiencias. Cuando le llegó el turno, emitió un largo suspiro y dijo:

—¡Ah! Las ogresas, las deliciosas ogresas de enormes pechos velludos. ¡Nadie puede realmente afirmar conocimiento sobre la belleza y la pureza de sentimiento si no ha posado sus ojos en una ogresa de gruesos muslos! Vuestra dama parece ser excepcional, amigo mío… ¡pero las ogresas! ¡Ah, confiad en mí! Hasta que no veáis a una no podréis decir que habéis saciado realmente vuestra sed o calmado vuestro apetito. En toda alma existe un anhelo insatisfecho. Pues bien: no es más que la ausencia de una ogresa en la experiencia. Es como tener sed sin saber que existen el agua o el vino que la sacien.

Al gigante se le llenaron los ojos de lágrimas espesas como el ámbar. Inspiró con fuerza por la nariz, un ensordecedor ruido de mucosidades atascadas y, disculpándose, corrió a sonarse con el mantel de la mesa.

—¡Ah, las ogresas de fuertes brazos musculados…! —sollozó—. ¡Qué solo estoy!

Sir Poly no era hombre acostumbrado a presenciar demostraciones sentimentales, y se giró discretamente para evitar el embarazo a su anfitrión. Al cambiar de postura, girándose sobre las pieles, notó sin embargo algo que se le clavaba en un costado, y una posterior investigación descubrió el frasquito que le diera la bruja para desembarazarse del ogro.

De repente, una avalancha de recuerdos y sensaciones inundó la cabeza del caballero. ¿Cómo había podido olvidar la naturaleza de su misión? Había venido a luchar contra el ogro, a expulsarlo de este mundo, no a compartir su comida y su bebida como si fueran viejos amigos. Se obligó a recordar el pueblo atemorizado, los niños raptados y posiblemente devorados… ¡Pardiez! ¿Quién le garantizaba que en el banquete no había probado la carne humana? ¿Cómo había podido abandonarse de esta forma a los placeres de la panza? ¿Habría algún hechizo en esta cueva, o no era otra cosa que el endiablado vino del gigante, que lo había atontado?

Atribulado de repente con estos pensamientos, resolvió utilizar el bebedizo en cuanto tuviera ocasión. La cordialidad de Pitotes obraba en su favor, ya que el ogro parecía obsequiarlo con su confianza. Ahora regresaba con otra botella de «digestivo», un líquido de aspecto liviano que realmente aligeraba el estómago con cada trago. No obstante, fue al intentar levantarse para darle el dedal a Pitotes que Sir Poly descubrió lo borracho que estaba. La ebriedad le impedía mantenerse erguido, y caía una y otra vez sobre los almohadones, maldiciendo el brebaje «digestivo» que tan inocente parecía.

—¡Ah, hombrecito! —exclamó Pitotes, con una carcajada—. Veo que el aguardiente ya hace su efecto. ¡Re-jum! Ahora dormiremos una profunda siesta poblada con sueños de aguda viveza y nos despertaremos frescos como la nieve recién caída. —Y levantando la botella a modo de brindis, exclamó—: ¡Por vuestra Dama y por las ogresas!

Y dicho esto, el gigante se dejó caer cual fardo sobre las alfombras frente a la chimenea, y no tardó en emitir sus atronadores ronquidos. Sir Poly luchó contra los bostezos, e incluso intentó reptar hasta la botella de aguardiente para verter en ella el contenido de su frasco, pero todo fue en vano y no tardó en acompañar a Pitotes al reino de los sueños sin fondo.


De nuevo sintió Sir Poly extrañas sensaciones al despertar. Su sabor de boca era calamitoso, por no mencionar unas engorrosas flemas que habían anidado en su garganta y que lo obligaban a carraspear continuamente. Con un gesto antiguo como el despertar, se rascó la mandíbula, momento en que descubrió que la pilosidad de su rostro era alarmante y espectacular; su mano se resintió por el roce de pelos cortos y fuertes como el hierro, que abundaban por doquier. Sentía la cabeza despejada, sin embargo, tal como había prometido Pitotes y, al incorporarse, descubrió nuevas rarezas en su entorno. Recordaba la cueva más grande, pero achacó esto a la costumbre y a la fuerte impresión que le había producido su contemplación por vez primera. Luego notó algo de fresco; y al mirar sus vestiduras, se dio cuenta de que éstas se hallaban rasgadas por varias costuras y que ahora apenas llegaban a cubrirle el cuerpo.

Desconcertado, avanzó hacia la mesa de las viandas, en busca de un trago de agua. En efecto, las sillas habían empequeñecido, y ahora podía subir al asiento sin problemas. Desde esa posición, saltar sobre la mesa fue un juego de niños, y en ese momento Sir Poly se percató de que quizá la gruta no había menguado; era él quien había crecido. Se barruntó que habría sido, una vez más, por efecto de su espada Bullimia, que le había transmitido la esencia del ogro. Un efecto secundario alarmante pero al cual se le podía sacar provecho. Sir Poly se sentía fuerte y vigoroso, y su nuevo tamaño le ayudaría a vencer al gigante si volvían a enfrentarse.

Bebió de una jarra con agua fresca y se sintió todavía mejor, plenamente consciente y alerta. No pudo evitar una sonora carcajada, si bien se le atragantó una flema y no tuvo más remedio que carraspear con furia y lanzar un colosal escupitajo que chisporroteó sobre la madera de la mesa. ¿Quién necesitaba pócimas o ardides para deshacerse de un vulgar ogro? ¡Lo vencería en singular combate como buen caballero, enviándolo al infierno de cabeza!

Saltó desde la mesa con gran osadía y provocó un temblor en toda la cueva al caer sobre el suelo.

—¡Pitotes! —gritó—. ¡Despertad y luchad como un hombre! ¡Hoy es el día en el que os devuelvo a vuestra tierra de un mandoblazo!

El ogro interrumpió sus ronquidos y, al igual que el día anterior, se despertó parpadeando confusamente.

—¡Rreeejjummmm! —resopló—. ¡Hola! ¿Qué es ese ruido?

—¡Levantad, monstruo! ¡Sir Poly os vencerá gracias a su valor sin límites!

—¡Ooohhh! —El ogro se incorporó sobre un codo y se masajeó la nuca—. Dormí en mala postura y mis huesos se quejan como viejas plañideras.

—¡Qué es esto! ¿Una treta para eludir el combate?

—¿Combate? —preguntó Pitotes, intentando enfocar a Sir Poly con la mirada—. ¿Lucha? ¡Eso está bien, pero no veo un oponente digno de mis golpes!

—¡Ja! ¡Eso lo veremos, infame devorador de niños!

Saltó Sir Poly sobre el gigante, pero la pelea fue, si acaso, más breve que la del día anterior. Pitotes cogió al caballero al vuelo y con un ademán distraído lo aplastó contra el suelo, aprisionándolo con un brazo. Sir Poly forcejeó contra el peludo miembro, intentó hincarle el diente y patalear, pero todo fue en vano.

—¿Os rendís? —preguntó el ogro con un bostezo.

—¡Jamásbfffgh…!

—Bueno, cuando os aburráis, avisadme, que tengo ganas de desayunar.

—¡Mmfffff, ggghhhkkkaaaaa, rrrrummmmmmjff…!

—Os haréis daño, empujando así.

—¡Nunca… —jadeó Sir Poly— … me… jkh… rendiré… ante… oponente… glob… alguno!

—Eso demuestra que sois un hombre valeroso y testarudo, si bien poco práctico.

Un buen rato pasó Sir Poly intentando liberarse del antebrazo del gigante, pero al final lo abandonaron las fuerzas y quedó inerte y jadeante sobre su espalda.

—¿Ya?

—Bfff…bffff…

—¡Venga, me rendiré yo y así podremos desayunar! ¿De acuerdo?

—Argh… arf…

—Trato hecho.

Pitotes levantó al caballero entre sus manos y lo depositó sobre la mesa.

—¡Ah, tengo panes tiernos y calientes, queso y mantequillas, jamón curado y algunos tomates! ¿Tomaréis café o té?

—No quiero nada.

—¿No? —preguntó el ogro, vertiendo un aceite melado sobre la rebanada de pan más apetitosa que jamás viera Sir Poly—. ¡Ayer me disteis la impresión de ser un hombre con buen apetito!

—¡Ayer me engañasteis! —exclamó el caballero—. Aprovechasteis una debilidad mía para darme ese vino del infierno que ofusca la mente y el entendimiento. Pero hoy soy dueño de mi voluntad. No compartiré la mesa con un devorador de infantes.

—¿Devorador de infantes? —Pitotes arrugó el ceño—. ¿Qué majadería es esta?

—Los ogros se comen a los niños —afirmó Sir Poly. Ante el silencio que se produjo, añadió a modo de argumentación—: Lo sabe todo el mundo.

—¡Ah! —La mirada del gigante se iluminó con comprensión—. ¿Sabiduría popular?

—Efectivamente.

Pitotes se sentó a la mesa y lanzó una tremenda dentellada a la rebanada de pan. Masticó con aire pensativo, tras lo cual engulló muy satisfecho y miró fijamente a Sir Poly.

—Decid, hombrecito valiente. ¿Cuántos niños habéis visto cocinados sobre mi mesa? ¿Cuántos asados, cuántos salteados, cuántos ahumados o en salazón? ¿Acaso alguno crudo?

—No quiero pensar en la suerte de sortilegios que pesan sobre esta cueva. Todo pueden ser ilusiones, como me ha demostrado una dolorosa experiencia en el pasado.

—¡Ah, ojalá todo fueran ilusiones! De ilusiones se puede vivir, en la ilusión se puede encontrar la puerta a lugares que se encuentran más allá de nuestras narices. Lamentablemente, todo lo que os rodea pertenece a la realidad. ¡A-hom! Es triste, pero cierto. —Para consolarse de esta desgracia, Pitotes se zampó un envidiable trozo de queso.

—¿Triste? Veo un entorno confortable y hogareño, bien caldeado y surtido de deliciosas viandas, por el que más de un reyezuelo o un noble rural empeñarían la hijuela. No hay riquezas ni ostentación, pero las pieles y las alfombras son gruesas, el fuego no se apaga y la mesa siempre parece recién puesta. ¡Aquí hay magia sin duda!

—Sí, hay magia, pero es una magia práctica, que nada tiene que ver con las ilusiones. Los leños no se consumen, las alfombras no se gastan y sobre la mesa hay un hechizo básico de Abundancia. —Y abundante en efecto era el jamón que se llevó a la boca—. Lo mínimo para poder aguantar este exilio. Ahí se acaba todo.

—¡Mf! —bufó Sir Poly, poco convencido. Muy a su pesar, la visión del gigante tragando todo tipo de manjares mientras discutían le estaba provocando una salivación harto engorrosa, que comenzaba a acompañarse de rugidos intestinales—. ¿Y los niños?

—¿Tenéis verdadero interés en conocer su suerte?

—¡Por supuesto!

—Bueno, pero antes comed algo. El ruido de vuestro estómago me fastidia, no permite que me concentre en mi desayuno.

Sir Poly intentó sobrellevar la situación con la máxima dignidad. Señalando una hogaza de pan humeante como si realmente no le apeteciera demasiado y tan sólo pretendiese complacer a su anfitrión, tartamudeó—: Bueno, si tanto insistís, acercadme un poco de ese pan y algo de mantequilla.

—¡Eso es hablar! Probad este tocino a la brasa.

En cuanto el caballero se introdujo el pan con tocino en la boca, la dignidad se esfumó cual ramita seca arrojada al fuego. Los pasteles se sucedieron a las rebanadas de pan con embutidos, a las tostas con tomate, aceite y ajo, a los huevos estofados con perdiz. Bebieron café y té, naranjada sazonada con aguardiente, jarras de leche caliente con miel. Un bocado delicioso se solapaba con otro, todo ello con buen apetito, ya que la magia parecía extenderse a los estómagos, que no se quejaban por el exceso de pitanza.

El desayuno se acompañó de conversación, una serie de anécdotas ligeras y divertidas que se multiplicaban como la comida. Pitotes reía con carcajadas estentóreas que resonaban en las profundidades ignotas de la cueva, echando hacia atrás la cabeza y escupiendo lo que hubiera en ese momento en su boca. Sir Poly se cayó varias veces de la mesa, rodando mientras sujetaba su feliz panza y la risa se le escapaba a borbotones. Hablaron de los familiares idiotas, de las teorías estúpidas sobre la naturaleza de las cosas, de la necedad de los arrogantes y de otros muchos asuntos. Finalmente, repletos hasta la saciedad, pero con enormes sonrisas en los rostros, quedaron postrados sobre las pieles y las alfombras de la gruta, y jugaron un rato a descubrir figuras en las sombras que el fuego proyectaba sobre sus cabezas.

—¡Aaaahhh! —suspiró Sir Poly—. ¡Esto es vivir! Si no fuera un caballero cristiano que aborrece la magia pagana por principio, os pediría el secreto de vuestra mesa encantada.

—¡Eludamos la religión! No es momento de estrechar nuestras mentes con mística de segunda categoría.

Esta frase habría suscitado en otro momento algunos reproches de la parte más devota de nuestro héroe, pero ahora se sentía magnánimo en su regocijo digestivo. Al girar un poco la cadera para encontrar, si cabe, una postura aún mejor, notó Sir Poly cómo se le desgarraba lo poco que quedaba intacto de su ropa ligera. Consciente de su inminente desnudez, le preguntó a su anfitrión si no tendría algo que le permitiera cubrirse decentemente. El ogro, con un resoplido que casi extingue el fuego de la chimenea, le indicó al caballero que buscase en un arcón de ébano que se encontraba hacia el interior de la cueva. Así lo hizo Sir Poly, el cual comprobó al incorporarse que la caverna iba adoptando unas proporciones más razonables con el paso del tiempo. Temió encontrar un arcón de dimensiones gigantescas, pero se trataba de un baúl de tamaño muy humano. Allí se hizo con la piel de un oso enorme que le venía a la perfección, y estaba por regresar cuando dos acontecimientos singulares reclamaron su atención. El primero captó el interés de su ojo izquierdo, el cual había sido brevemente cegado por un resplandor metálico. El segundo fue un sonido que excitó sus orejas, pues se trataba del grito de un niño.

Sir Poly se percató de que había vuelto a caer bajo el embrujo de la gula y se había olvidado de su misión. El grito era una prueba fehaciente de que el ogro mantenía prisioneros a los niños que había robado, y este hecho llenó de ira el corazón del caballero. ¿Cómo podía haberse dejado llevar por las embusteras artes de un monstruo de pesadilla, cómo podía haber sido tan débil? Su estómago lo había traicionado una vez más y lo había llevado a una situación de inconsciencia terriblemente peligrosa.

El brillo metálico no era sino su espada, Bullimia, que yacía olvidada sobre un montón de pieles. Al tomarla en su mano, ahora que había crecido, la formidable hoja apenas parecía un modesto gladio, pero notó cómo el acero reclamaba su tributo alimentario; no en vano, se conoce a Bullimia como la Espada Insaciable. Así armado, se dijo:

—No he parado de comer desde que entré en esta condenada gruta. —Y a la espada—: ¡Ahora te toca comer a ti, mi pequeña Zampadora!

Inflamado con oscuros propósitos sanguinarios, regresó Sir Poly frente a la chimenea, donde Pitotes, tumbado sobre el suelo, seguía enfrascado en la búsqueda de formas en las sombras del techo.

—¡Mirad, caballero! —comentó alegremente, señalando hacia arriba—. Desde aquí puedo ver con total claridad la silueta de un dragoncillo piñonero…

—¡Yyiiiiiaaarrgh! —gritó feroz Sir Poly al descargar un golpe que hubiera partido a un toro bravo por la mitad. La espada se hundió en el cuello del gigante, del cual comenzó a manar abundante sangre. Una sacudida de energía recorrió los brazos del caballero, aumentando su estado de cólera hasta límites insospechados. Con vertiginosa rapidez fue propinando cortes a la figura del ogro, que comenzaba a erguirse del suelo, acertando en el rostro, en los brazos, en las manos, en el torso… Y con cada descarga sus fuerzas aumentaban para el siguiente golpe, brutales tajos que hubieran cortado el granito como mantequilla tibia.

Pitotes agarró al caballero por la muñeca que sostenía a Bullimia y, con un rápido movimiento, se llevó el brazo de Sir Poly contra la rodilla y lo partió con una fractura limpia de cúbito y radio. Hubo de repetir esta operación un par de veces, sin embargo, hasta conseguir que el enfervorizado guerrero soltase la espada. Después de esto y sin demasiada ceremonia, volteó a Sir Poly por encima de su cabeza y lo estampó contra el suelo al igual que un granjero deja caer su azadón. Como el caballero seguía resistiéndose, tuvo que voltearlo y estrellarlo otras cinco veces, hasta que por fin quedó inerte sobre las pieles.

—¿Ya? —preguntó. Se llevó la mano al cuello para examinar la primera herida, que cicatrizaba rápidamente—. ¡Esta vez sí que me habéis sorprendido! ¡Enhorabuena! Si esto no se merece un brindis, no me llamo Pitotes y no me huele el aliento como una fosa de cadáveres ¡Re-jjum!.

Y estalló en una sonora carcajada ante su comentario, que debió de antojársele ingenioso. Portando a Sir Poly sobre el hombro, se acercó a la mesa de la pitanza interminable y descorchó una botella rechoncha con el pulgar de su mano libre. Vertió gran parte del contenido por el gaznate del maltrecho caballero y dejó caer unos chorros sobre el brazo partido. Al punto comenzó la piel del brazo a borbotear como agua hirviente, los músculos convertidos en bultos saltarines que subían y bajaban por doquier. Sir Poly emitió un débil gemido, pero apenas se movió, mientras el gigante descorchaba otra botella de la que dio cuenta en dos grandes tragos.

—¡Este vino resucita a los muertos! —exclamó Pitotes, limpiándose la boca con el antebrazo, gesto previo a emitir un eructo rampante—. Esa espada vuestra es un demonio. Me ha robado ya ciento veinte libras de mi robusta corpulencia. ¡Pero no me importa! Disfrutaré mucho recuperándolas.

—…sesino… de … niños… —balbució el caballero— …torturador…

—¿Otra vez con esa historia? ¡En cuanto os recuperéis tendré que quitar esa estupidez de vuestra cabeza! Echad otro trago. —Y vertió el contenido de una tercera botella en la boca de Sir Poly.


Unas horas más tarde logró incorporarse Sir Poly de los cojines sobre los que reposaba. Había en efecto algo mágico en el vino, pues de lo contrario era imposible explicar su pronta recuperación. Tenía los huesos cansados, pero enteros. Sintió deseos de estirarse y, al hacerlo, notó cómo se desgarraba la piel de oso que lo cubría.

«Sigo creciendo», se barruntó el caballero para sus adentros, «lo cual me viene de perlas si debo vencer a este endiablado gigante lleno de artimañas». Lo que dijo, sin embargo, fue:

—Debéis mostrarme ahora a los niños.

Pitotes, que en aquel momento mordisqueaba sin mucho empeño la pata de una vaca, se incorporó de un salto.

—¡Sea pues! Seguidme.

Avanzaron hacia el interior de la cueva. Sir Poly, situado tras el ogro, pudo comprobar cómo el tamaño de éste resultaba comparativamente más manejable. Ahora ya le llegaba por encima de la cintura. Había también otras transformaciones en el cuerpo del caballero que no resultaban tan halagüeñas. Por un lado, se estaba cubriendo de vello por doquier, una pelambre oscura y espesa que le impedía ver el color de su propia piel. Por otro lado, notaba cómo las flemas de su garganta iban en aumento, lo que lo obligaba a carraspear y toser a menudo; se percató de cómo los sonidos que salían de su garganta no eran diferentes de aquellos que el gigante profería de forma casi constante.

A medida que se internaban en las profundidades de la caverna, diversos sonidos llamaron la atención de Sir Poly. Los gritos de los niños se intensificaron, de manera que era posible comenzar a distinguirlos con nitidez. No se trataba, como sospechara en un principio, de quejas o lamentos, sino de risas y algarabía como la que acompaña a los juegos infantiles. Había también el rumor de agua… ¡y música! Se escuchaban arpas y violines, flautas, tambores… no todo ello en necesaria armonía, pero la suma resultaba agradable y ligera.

La cueva estaba prácticamente a oscuras; tan sólo los resoplidos del ogro guiaban certeramente a Sir Poly. Alargando su brazo para tantear las paredes, descubrió que avanzaban por un tramo ancho y holgado, ya que sus manos extendidas tan sólo encontraban aire. El suelo se notaba tan suave y nivelado que parecía pulido, pero en la oscuridad era difícil de precisar si se trataba de un accidente natural o de una hazaña de excavación.

—Lo que vais a ver no lo han visto ojos mortales y adultos —explicó el ogro—. Os ruego respeto a la par que precaución. Nos acercamos a un lugar donde los límites que separan nuestros mundos se difuminan en líneas borrosas. Podremos ver y oír, pero no podremos entrar de forma plena. ¿Me habéis comprendido?

—No mucho. Pero si lo que percibo no me inquieta, permaneceré mudo e inmóvil a vuestro lado.

—Es justo. Debo avisaros de que es posible que veamos alguna ogresa. —La voz de Pitotes temblaba, quizá por la emoción—. Mantened la compostura y no me dejéis en ridículo.

—Confirmo lo que ya he dicho.

—Muy bien —convino el ogro—. ¡Mirad pues, y maravillaos ante Cimrael!

Se apartó el ogro dejando que Sir Poly viera lo que tenía ante sí. El pasadizo terminaba en una abertura de proporciones majestuosas; al otro lado el caballero pudo observar, deslumbrado, lo que supuso sería una inmensa caverna, alegremente iluminada por antorchas y lámparas. Lo primero que procesó su cerebro saturado de percepciones fue la profusión de colores, así como de movimiento. Acercándose lentamente a la abertura y optando, sabiamente, por fijarse en pequeños detalles más que en el conjunto, vio Sir Poly a un grupo de niños correteando entre cojines. Vestían ropajes de lo más diverso, blusones, túnicas, capas, faldas cortas, pantalones y gorros, sin una ley aparente de combinación cromática. Los niños se reían, entregados a algún tipo de juego. Levantando un poco la mirada, pudo ahora ver una escalera de caracol ejecutada en maderas nobles que se retorcía hasta llegar a una plataforma donde se adivinaban estanterías cubiertas de libros. Allí arriba, algunos niños se sentaban o tumbaban plácidamente sobre alfombras, enfrascados en la lectura de tomos más grandes que ellos.

Sir Poly parpadeó y giró los ojos hacia la derecha, donde creyó percibir unas habitaciones cerradas con cristaleras. En su interior se podían observar muebles y artefactos como aquellos que existían en los laboratorios de alquimistas, si bien algunos aparatos tenían un aspecto poco natural e incomprensible para la mente de nuestro héroe. Allí también había niños, mezclando sustancias, tirando de palancas, vigilando el fuego de los alambiques. Un poco más a la derecha, otro grupo de niños parecía supervisar la construcción del templo más estrambótico que jamás vieran los ojos de Sir Poly. En él se aglomeraban, sin aparente orden o concierto, cúpulas, pasajes, salas, arcos, bóvedas, todo ello diferente en forma, color y textura.

—¡Pero…! —exclamó, atónito, el caballero—. ¿Qué suerte de lugar es este?

Ante el silencio sonriente de su anfitrión, continuó Sir Poly con su escrutinio. Se atrevió ahora a dejar que su mirada se abriera un poco, y pudo comprobar que la enorme sala o caverna disponía de curiosas construcciones; su espacio se hallaba dividido verticalmente en plataformas conectadas con escaleras y curiosos aparatos elevadores, que subían y bajaban sin parar. En horizontal, existían zonas separadas por cristaleras, pequeños muros o empalizadas, diseñados con astucia para que el conjunto se percibiera como un espacio continuo.

Y por todas partes, niños. Niños jugando, niños durmiendo, niños trabajando, niños estudiando, niños en corro, niños hablando, niños haciendo el pino, niños luchando con espadas de madera.

—Necesito una explicación —dijo Sir Poly con voz abatida.

Antes de que Pitotes pudiera agraciarle con una, un niño se acercó a ellos portando una pequeña esfera armilar. Se dirigió a Pitotes sin mayor ceremonia.

—Maese Pitotes, disculpad la interrupción, pero no consigo comprender del todo la pequeña aberración de la órbita de Mercurio. Si hemos de dar crédito a las leyes de Maese Newton…

—¡Ah, vas demasiado deprisa! —interrumpió Pitotes—. No hemos llegado todavía a estudiar otras leyes que completan a las de Maese Newton y que explican el porqué de esa pequeña aberración. Deberás tener paciencia. De momento, sugiero que te despreocupes de Mercurio. ¿La ley de gravitación te ha quedado clara?

—¡Por supuesto! Se trata de una ley sencilla, una vez conocida. Sin embargo…

—Nada más debe preocuparte. ¿Cómo evolucionas con el resto de materias?

—La historia me aburre y no consigo destacar en los deportes. No obstante, desearía que se formase un grupo más avanzado de matemáticas y de geometría, puesto que el ritmo actual de las clases me resulta tedioso.

—Eso deberás discutirlo con tus tutoras.

—Eso haré. Gracias por vuestro tiempo, Maese Pitotes.

El niño se alejó, haciendo girar los planetas en su pequeña esfera. Iba Sir Poly a preguntar por el significado de aquel galimatías, cuando se acercaron dos niños y una niña pertrechados con armaduras y espadas de madera.

—¡Pegas demasiado fuerte! —le reprochó uno de los niños a la niña.

—No lo hago. Sois unos pusilánimes, eso es todo.

—Sí que lo haces —afirmó el otro niño—. Y peleas sucio.

—Peleo para ganar. ¿Qué sentido tiene, si no?

—No se puede morder. Hay reglas.

—¿Para qué? Luchar es luchar.

—No es cierto, ¿verdad que no, Maese Pitotes?

El ogro sonrió conciliador.

—Bueno, bueno… A ver, Sigurd, ¿cuál es el problema?

—Sigrid pelea sucio, tirando de los pelos y dando patadas.

—¡No es cierto!

—¡Sí que lo es!

—Bueno, pero vosotros sois más fuertes —argumentó la niña.

—¡Eso sí que no! —gritaron los dos niños a la vez.

—Calma, niños —intervino Pitotes—. Sigrid, estamos haciendo ejercicios, no luchando de verdad. Lo importante ahora es que aprendáis la técnica, no que os hagáis daño. Tienes que seguir las reglas antes de desarrollar tu propio estilo de lucha.

—¡Pero las reglas son estúpidas! —exclamó la niña, airada.

—Quizá te parezcan absurdas ahora, pero tienen un sentido.

—¿Ves? —corearon los niños—. ¿Lo ves?

—Venga, no discutáis. Vosotros dos podríais ser menos quejicas también.

—¡Pero es que nos zurra de veras!

—Razón de más para que aprendáis a defenderos mejor. Ahora, regresad con los otros. Sigrid, con las reglas, por favor.

—¡Oh, vale! Pero es un rollo.

Se alejaron, discutiendo todavía, hacia donde había otros niños igualmente ataviados. Sir Poly aferró al ogro por el brazo y lo obligó a encararse con él.

—¿Me vais a explicar ahora el significado de esta locura?

—¿Qué os sucede, caballero? —preguntó Pitotes con una sonrisa—. ¿No sabéis reconocer una escuela?

—¿Cómo, una escuela? —preguntó Sir Poly—. Pero, ¿qué se enseña aquí?

—¡Todo! —exclamó Pitotes, con un amplio gesto de sus brazos—. Todas las ramas de conocimiento a las que alguna vez tuvo y tendrá acceso el hombre.

—No entiendo… ¿Entonces, no os coméis a los niños?

—¡Agh, no! ¿Habéis probado alguna vez la carne de niño? Está muy sobrevalorada. —Y ante el estupor de su interlocutor, añadió el ogro—: Era broma. Vamos, seguidme, pero caminad con atención si queréis permanecer en este mundo. Recordad que pisamos un lugar de transición, frágil como los buenos propósitos.

Comenzaron a internarse en la caverna, con cuidado de no tocar ningún objeto o interferir en las actividades de los niños. Allá donde posaba su mirada, veía Sir Poly niños entregados a juegos o estudios de la más diversa naturaleza; en numerosas ocasiones tenía el caballero que reconocer su ignorancia ante lo que contemplaba, a pesar de haber sido un alumno diligente en la universidad de Vast.

—¡No es de extrañar! —exclamó Pitotes ante este comentario—. Pues muchas de las lecciones que aquí se imparten no se conocen todavía en vuestra época. Gracias a la incierta naturaleza del tiempo, podemos, a través de nuestro mundo, visitar días futuros y extraer de ellos cuantos buenos conocimientos y disposiciones artísticas sean de nuestro agrado. Aquí traemos a niños de toda índole para instruirlos en aquello que se les antoje. Aquí, en Cimrael, encuentran el lugar para dar rienda suelta a sus deseos constructivos. Nosotros tan sólo los orientamos para facilitar su labor.

—¿Nosotros?

—Bueno, quizá haya exagerado, ya que yo me dedico principalmente al reclutamiento. La educación propiamente dicha es patrimonio de las ogresas.

—Pero… ¿por qué? El propósito se me escapa por completo.

—Desde vuestra perspectiva, noble caballero, es comprensible. Pero habéis de saber que vivís en tiempos de oscurantismo. La mayor parte de estos niños no pueden esperar sino una vida de ingrato y duro trabajo, bajo los caprichos de señores feudales que no siempre hacen gala de justicia. Los hombres, más afortunados, pueden aspirar a una carrera militar de lanza y porrazo, o quizá a una humilde labor agrícola, que con las técnicas actuales implica denodado esfuerzo y poco rendimiento. Excepciones siempre existen, por supuesto. Acaso su espíritu emprendedor e independiente les propicie una vida de comercio, siempre en jaque a causa de piratas y bandidos, lo cual nos lleva a la tercera opción, una carrera criminal, habitualmente intensa a la par que breve. Muy pocos pueden dedicarse al estudio. Acaso los monjes que preservan un conocimiento limitado en los monasterios, y acaso los escasos hechiceros que, por lo general, tan sólo buscan erudición para ostentar un terrible poder.

»En cuanto a las mujeres, mejor no hablar. Las de noble cuna tienen ante sí una perspectiva de prolongado aburrimiento, salpicada por las ocasionales embestidas de unos maridos elegidos por conveniencia; hombres, en general, poco sensibilizados a las necesidades de una dama. Y las plebeyas, sean siervas, esposas o cortesanas, vivirán bajo el peso de una sociedad que las considera poco más que una necesaria mercancía y las explota en la mayoría de sus actividades. La perspectiva no es muy halagüeña.

—Hombre, así razonado… —musitó dubitativo Sir Poly.

—¡Ah! ¡Me he dejado llevar por la simplificación! Por favor, corregidme de inmediato para que pueda transformar mis ideas equivocadas.

—No veo qué hay de despreciable en una honesta carrera militar, por ejemplo. El honor y la gloria, la camaradería en el combate, no son premios desdeñables.

—¡Cierto! —asintió el ogro—. Premios, sin embargo, que se consiguen a través del ejercicio de la violencia y brutalidad extremas, el destripamiento del enemigo, la violación de sus mujeres y el pillaje de sus poblaciones.

—¡No siempre! Existen los enfrentamientos por buenas causas, en un campo de batalla neutral, donde los guerreros miden sus fuerzas de forma equitativa.

—Como gustéis —concedió amablemente el ogro.

—La vida del plebeyo, por otro lado, no es tan mala —continuó Sir Poly—. El trabajo de la tierra es honrado y muy satisfactorio. Permite a los hombres sobrevivir con esfuerzo e ingenio, y sin ese trabajo no habría alimento para nadie.

—Vuestra lógica es infalible. No obstante, me atrevería a apuntar que los diezmos exagerados, el derecho de pernada y el sometimiento a una justicia caprichosa son puntos que admiten alguna mejora, por no mencionar problemas de propiedad privada en los que no quisiera profundizar demasiado.

—¡Minucias! El señor feudal, caballero de código, protege al plebeyo de la agresión externa e imparte justicia con ecuanimidad. A cambio, es razonable que exista un quid pro quo que facilite la subsistencia de los señores para que puedan concentrarse en sus muchas responsabilidades, sin vanas distracciones rupestres.

—¡Un argumento de peso! Nuestra discusión carece de base real, ya que mis elaboraciones son totalmente anacrónicas. Baste decir que en este mundo hay pocas posibilidades para el avance de las artes y las ciencias, pues no encuentran lugar en el estricto equilibrio social. Nuestra misión, básicamente, consiste en apartar a algunos niños prometedores para que desarrollen sus facultades en estos campos y conseguir así avances en la civilización.

—¡Pero a qué precio! —se quejó el caballero—. Las familias se rompen. Los padres consideran a su hijos devorados por criaturas infernales contra las que se saben indefensos. El dolor es real e intenso.

—Vivimos tiempos de inusual dureza, es verdad. Supongo que preferís que las familias se rompan de forma más natural, digamos a causa de muertes prematuras por desnutrición o por enfermedades para las que todavía no se conoce cura.

—No puedo permitir que continúe esta abducción basada en especulaciones sobre un mundo que no existe. Parece que lo que aquí enseñáis a los niños no tendrá aplicación en el futuro que les espera. Más les valdría disponer de una educación acorde con su tiempo, para así poder garantizar su integración y su felicidad.

—La realidad presenta múltiples y sorprendentes vericuetos —apuntó Pitotes, con ojos sabios—. En cualquier caso, vuestra preocupación por la salud de los niños debería haber encontrado reposo. Como habéis podido comprobar, se encuentran sanos y bien alimentados; de hecho, tienen acceso a más de lo que podrían haber soñado.

—Sí, pero… —Sir Poly, acalorado por el debate, se vio interrumpido de repente por la mano de Pitotes, que le aferraba el hombro con fuerza.

—¡Sshh! ¡Esperad! —conminó el ogro con un susurro—. Creo que vais a ser afortunado…

—¿Qué sucede?

—¡Allí, frente a nosotros! —Piotes señaló discretamente con un dedo—. ¿Discernís la presencia de las ogresas?

Sir Poly miró donde le indicaban, pero sólo vio un grupo de niños atareados en la decoración de unas vidrieras coloreadas. La luz incidía en ellas de forma peculiar, sin embargo, provocando un efecto de nieblas resplandecientes entre las que se adivinaban las forman de los niños. Algunos recortaban piezas de cristal sobre un banco de madera y otros se ocupaban de colocarlas en su sitio.

—Lo lamento —se excusó Sir Poly—, pero no veo más que a un grupo de niños trabajando en la vidriera.

—¡Mirad con atención! Entre las brumas policromadas, a la derecha del grupo.

Sir Poly entrecerró los párpados para agudizar la vista. En los resplandores, algo se movía, pero parecía más bien el juego de una luz caprichosa que una forma sólida. Sin embargo, a veces tenía la sensación de percibir un patrón, acaso una silueta, como si la niebla multicolor topara con un límite invisible. A un lado del límite, la luz mostraba propiedades diferentes que al otro, pero ni en el vocabulario de Sir Poly ni en su experiencia existían las herramientas para explicar un efecto tan sutil. La silueta se movió de pronto y su definición se hizo más clara. Había en ese contorno una reminiscencia de algo conocido, y estaba el caballero rascando furiosamente el interior de su memoria cuando se dio cuenta de que estaba contemplando un monstruoso pie.

Era un pie prodigioso, descomunal. El tamaño lo había despistado por completo. Al momento su mirada subió por la línea del tobillo y ahí, en efecto, se vislumbraba con toda claridad una pierna de proporciones eclesiásticas, un cilindro robusto capaz de soportar las bóvedas de la más grandiosa catedral.

Ahora que sabía lo que contemplaba, la imagen se tornó increíblemente nítida. La cabeza de Sir Poly se arqueó hacia atrás para poder incorporar la totalidad del ser que se erguía ante él. La pierna subía con una suave curvatura para encontrarse con unas caderas titánicas, que desafiaban orgullosamente cualquier ley gravitatoria. Desde este punto de vista minúsculo, la cintura se perdía por completo, y sobre las caderas aparecían flotando dos gigantescos pechos, cada uno grande como el sol poniente. Unas cascadas montañosas, que Sir Poly identificó como cabello, caían desordenadamente sobre ellos y, a ambos lados, se atinaba a discernir unos brazos de imposible musculatura.

Sir Poly estaba sin aliento, con la boca abierta, presa de la maravilla. La ogresa, como si intuyera el escrutinio, se inclinó un poco hacia delante, momento en el que su rostro se hizo visible.

—¡Tened cuidado de no sostener su mirada por mucho tiempo! —susurró Pitotes—. Podríais caer bajo su hechizo y no conocer el reposo jamás.

La ogresa deslizó su mano hacia el suelo con suavidad, con la palma abierta hacia arriba, y Sir Poly se encontró de repente flotando sobre los dedos. Nunca tuvo sensación de contacto, pero lo cierto es que la ogresa lo estaba elevando sobre su mano, hasta que lo tuvo a la altura de la cara. Pudo entonces el caballero contemplar la majestuosidad de sus facciones con total detalle, los brillantes pómulos sonrosados, grandes como colinas; la barbilla prominente, cubierta de un vello frondoso como un bosque de coníferas; la nariz gorgoteante, llena de pequeños volcanes en constante erupción; los inmensos labios de textura pétrea. Esos labios se estiraron en una sonrisa cautivadora y se abrieron levemente, mostrando una dentadura formada por piezas calcáreas del tamaño de castillos fortificados.

Sir Poly no pudo evitar alzar la mirada hasta los ojos que lo estudiaban. Y en ellos vio océanos embravecidos en una noche de luna llena, pozos de luz añil titilante de una profundidad ignota, confines apenas esbozados en sueños, el canto de todos los anhelos jamás expresados que por fin conocían un sentido…

vastedad, vacío inconmensurable

… Pitotes lo portaba a hombros y lo depositaba tiernamente sobre las pieles frente al fuego. Sir Poly notó el sabor vigorizante del vino reparador bajando por la garganta, tosió, se incorporó con movimientos torpes y violentos, e intentó expresar el infinito regocijo de su alma, con una retahíla de sonidos balbuceantes que retumbaron por toda la caverna.

—¡Os avisé! —exclamó Pitotes, con una sonrisa apenada—. Afortunadamente la ogresa os depositó en seguida en el suelo, así que es posible que el daño no sea permanente.

—¿Qué daño? —preguntó Sir Poly ebrio de gozo, cuando recuperó el control de sus cuerdas vocales—. ¡Nunca me he sentido mejor, tan lleno, tan… tan…!

Terminó su frase con un fuerte salto y frenéticos manotazos en todas direcciones, ya que las palabras no podían expresar sus emociones.

—¿Qué me decís ahora? —preguntó Pitotes, animado por el entusiasmo del caballero—. ¿Qué me decís de las ogresas?

—¡Prodigio! —exclamó Sir Poly, bailando incesantemente sobre los cojines—. ¡Maravilla! ¡Soy un hombre diferente! ¡Debemos comer y beber y festejarlo hasta que el aliento nos falte y las fuerzas nos abandonen!

—¡Eso es hablar! ¡Corderos en mi mesa! ¡Cabritos asados! ¡Terneros rellenos de confites! ¡Panes, a mí! ¡Patatas, verduras, guarniciones, al ataque! ¡Cerveza e hidromiel, los mejores vinos del territorio, presenten armas!

Al momento la mesa del ogro se llenó con las viandas citadas y otras muchas que se apuntaron de motu proprio al calorcillo de las llamadas.

—¡Es la guerra! —exclamó Sir Poly, relamiéndose con anticipación—. ¡No haremos prisioneros! ¡La lucha será a muerte!

—¡Sin cuartel! —gritó Pitotes, lanzándose cuan largo era sobre la mesa.

—¡Sin cuartel! —se hizo eco Sir Poly, imitando a su anfitrión.

Ambos cayeron sobre la comida, la abrazaron, la amaron, la estrujaron, la devoraron sin compasión alguna. Las jarras no satisfacían la sed y pasaron directamente a los barriles, que vaciaban de un trago. Masticaban animales enteros, los huesos un mero aderezo crujiente. Los brazos tardaban demasiado en portar los alimentos a las bocas, por lo que prescindieron de ellos y lanzaron sus mandíbulas por delante, hundiendo las cabezas en toros, renos y bisontes. Pronto se percataron de que el ganado era insatisfactorio por tamaño y aparecieron osos estofados, cachalotes rellenos, ballenas salteadas. Había salchichas del tamaño de cipreses, morcillas como arrecifes que estallaban jugosas al hincarles el diente. Los barriles eran cada vez mayores, y ya el vino resultaba insulso, la cerveza aburrida, el hidromiel insípido. Llegaron pues aguardientes capaces de disolver la piedra y bebedizos que se hacían fuego al contacto con el aire.

Sir Poly y el ogro reían a carcajadas, resoplaban como fuelles, gritaban de júbilo y se palmeaban las espaldas con golpes que hacían temblar la montaña entera.

—¡Este aperitivo me invita a un poco de ejercicio ligero! —exclamó de repente Sir Poly, saltando de improviso sobre Pitotes. Ambos cayeron al suelo, forcejeando como bribones, haciéndose llaves torpes y dejando volar las trompadas. Sir Poly, embriagado por una euforia ilimitada, no se había percatado de que su tamaño y el del ogro se habían equiparado. La lucha, por tanto, estaba igualada, lo cual parecía satisfacer a ambos contendientes.

—¡Probad este puño, maese Pitotes!

—¿Qué ha sido eso, acaso una pluma me ha rozado la mandíbula? ¡Escapad, si podéis, de esta tenaza asfixiante!

—¡Ja! ¡Tengo la sensación de que la ropa me queda un poco estrecha! ¡Saboread mi formidable puntapié!

De esta manera prosiguió la contienda durante un rato. Sir Poly se levantó de repente y profirió un tremendo aullido de felicidad.

—¡No sé qué hacer! —exclamó—. ¡Debo correr! ¡Debo volar! Quiero recorrer el mundo en tres grandes zancadas y hacerme uno con el firmamento.

—¡Salgamos a la noche, pues! Compartamos nuestra alegría con la luna y las estrellas.

Cogidos del brazo, salieron de la gruta con paso alegre y pisadas estruendosas. Un viento aullador se unió a sus carcajadas, mientras salvaban riscos de un salto o pateaban crestas con desenfado. Al poco tiempo comenzaron a entonar una desafinada canción de tintes soeces. Se dejaban caer muertos de risa, aplastando árboles, o bailaban desacompasadamente, pisoteando colinas que quedaban aplanadas. Con un espíritu algo vandálico, desviaron un río y formaron una presa, inundando un valle desolado lleno de piedras y matojos. Animados por una exuberancia juvenil, hicieron carreras de escalada, formando caminos por paredes antes impracticables. Durante un rato se divirtieron asustando osos pardos; Sir Poly encontraba un extraño regocijo en rascarles la panza y hacerles cosquillas, aunque luego se apiadaron de las bestezuelas y les horadaron unas cuevas estupendas para que hicieran sus moradas.

Sus andares inciertos los llevaron hasta una población. Los habitantes corrían aterrorizados en todas direcciones, lo cual provocaba accesos de risa incontrolable en la pareja. Pitotes abrió su saco, metiendo a cualquier niño que llamara su atención. Sir Poly derribó una pared de un manotazo y buscó entre las ruinas, hallando, para su gran regocijo, tres hermanos de escasa edad que se acurrucaban tras un armario. Entre risotadas, persiguieron a los ridículos granjeros, les mostraron sus traseros peludos y se hicieron con un buen número de infantes.

Regresaron a la cueva con el saco bastante repleto, que Pitotes vació en Cimrael, y raudos regresaron a la mesa, donde nuevas viandas esperaban el apetito de los gigantes.

—¡ESTO ES VIDA! —rugió Sir Poly, con la boca rebosante, y cayó rendido frente al fuego imperecedero de la chimenea.


El lector no habrá olvidado que Sir Poly dejó al enano Culfeik Bógar, bien apodado Polilla, de guardia frente a la gruta, al cuidado de las monturas y las pertenencias del caballero. En cuanto Sir Poly hubo desaparecido en las fauces de la caverna, Bógar saltó sobre su caballo y partió al galope por donde había venido.

—¡Ja! —exclamó para sí— ¡Nunca me he enfrentado a un peligro y no voy a romper tan reconfortante hábito en un momento de debilidad! Si a esto añadimos mi tradición de incumplir promesas, hoy puedo acostarme con la satisfacción del deber cumplido.

En cuanto vislumbró la salida de la garganta montañosa, decidió aminorar la marcha, no fuera a llegar demasiado pronto a la aldea, donde la bruja sin duda plantearía preguntas insidiosas a las que no le apetecía responder.

—Quizá sea un buen momento para cambiar de aires —se barruntó—. Nada me deben en este pueblo y muchos son los que me pueden reclamar. Además, este aire de montaña con ogro no le sienta nada bien a mis huesos. Debería probar el sur, con sus afamadas playas de blanca arena y sus aguas cálidas de color esmeralda.

Su caballo se detuvo de improviso en la salida de la garganta, casi provocando la caída del jinete.

—¿Qué ocurre? ¡Avanza, maldito jaco jibarizado, no es momento para bromas!

Sin embargo, no hubo patada, grito, palmada o improperio que moviesen a la montura de su sitio.

—¡De acuerdo! Si es así como las gastas, seguiré a pie. ¡Hace falta algo más que un equino tozudo para impedir mi huida! Mi cobardía no conoce el desaliento.

Avanzó cinco pasos indignados y también se detuvo. No podía caminar. Las piernas no le obedecían cuando intentaba alejarse en esa dirección.

—¡Prodigioso! Aquí hay magia en funcionamiento.

Tomó carrerilla y saltó más allá del punto infranqueable. En cuanto tocó el suelo, sus piernas se pusieron en movimiento y lo devolvieron al lugar de partida.

—¡Oh, Guarasch, dios de los Bribones! No me dejes en este trance. No permitas que tenga una actitud honorable, aunque sea a regañadientes.

Sus plegarias y estratagemas no rindieron fruto alguno. Su caballo, que se había dado la vuelta y enfilaba hacia el camino de la gruta, lo miraba con paciencia. Bógar maldijo, corrió, saltó, reptó y hasta hizo el pino (sospechando un encantamiento sobre las piernas), pero todo ello en vano. Cuando el sol ya estaba alto en el firmamento, se resignó a su situación y quedó sentado en el suelo, pensativo.

—¡Triste situación la mía! ¿Qué hacer? La única salida de la montaña me está vedada y no hay escondrijos dignos de tal nombre a mis espaldas. ¿Qué haría el gran Samaraschi, Rey del Escaqueo, Maestro de la Evasión, en mi caso?

A falta de otras alternativas, Bógar montó de nuevo y regresó hacia la entrada de la gruta. Su razonamiento era el siguiente: necesitaba un punto de observación desde el cual controlar los movimientos del ogro, pues no deseaba una sorpresa en ese sentido; y por otro lado, la única diversión posible vendría del aplastamiento del caballero, aunque quizá ya fuera tarde para disfrutar de ese espectáculo. Con el corazón cargado de pesadumbre, llegó hasta el ensanchamiento donde reposaba el corcel Cejador. Al desmontar lanzó un rápido vistazo a la entrada de la gruta, pero todo parecía en calma. Posiblemente el caballero hubiera encontrado una muerte horrible y el ogro estuviera cocinándolo para almorzar.

En cualquier caso, los ronquidos habían cesado, lo cual no era buena señal. El ogro podría salir sin previo aviso y entonces Bógar tan sólo tendría un segundo para encomendarse a Guarasch antes de ser descuartizado, aplastado o devorado. ¡Un deplorable futuro!

A pesar de regodearse en la autocompasión con frecuencia, Polilla era ante todo un superviviente y su inquieta sesera se puso en funcionamiento. Alguna artimaña habría para forzar la balanza a su favor. Examinó sus pertenencias. El escudo del caballero, demasiado grande para portarlo siquiera unos metros. Dos caballos, uno de ellos enorme, inútil como cabalgadura. Raciones de alimentos para dos días. Su querida y bienamada Silva —una cruel daga de doble filo, bien sopesada para usarla como arma arrojadiza. Bógar disponía también de sus ropajes, y descubrió un capote bien doblado en una de las alforjas del caballero. Tristemente, como el resto de las posesiones de Sir Poly, la talla le impedía usarlo.

Nada, pues, que inspirase un plan de supervivencia. Decidió observar los alrededores con más atención. Las paredes de la garganta rocosa eran impracticables; cierto, había algunas rocas y asideros en las zonas inferiores, pero a medida que crecían se iban haciendo lisas y verticales. Sólo quedaba por investigar la zona de la entrada de la gruta, pero esa actividad no parecía formar parte de un plan de «supervivencia». Desde su punto de observación, la garganta se abría formando un espacio circular, una suerte de cráter de gran tamaño, cuyas paredes no parecían ofrecer refugio alguno. La única salida visible era la entrada de la gruta, pero esto ya podía calificarse como suicidio apresurado: la última opción, en cualquier caso.

El pequeño Bógar paseaba arriba y abajo, sumido en un hervidero mental de estratagemas sopesadas y rechazadas. El sol ya bajaba por el oeste, y todavía no había encontrado una solución que satisficiera todas las premisas —básicamente, cómo huir de ese difícil trance.

Sin previo aviso, los ronquidos regresaron de nuevo, esta vez más intensos si cabe. Aguzando el oído, creyó Bógar escuchar un pequeño matiz secundario en el ritmo principal, una disonancia, una vibración ajena al compás predominante. ¡Curioso!

Estaba claro que el ogro dormitaba después de haber devorado al caballero. Si alguna vez iba a investigar los alrededores de la entrada, éste era el mejor momento. Con fuertes impulsos contradictorios, resolvió el enano ponerse el capote de Sir Poly —obedeciendo a una disparatada idea de camuflaje —y avanzar con cautela hacia la gruta. Un observador accidental habría descrito el avance de Bógar como una sábana reptante, notablemente llamativa en medio del cráter desnudo. La luz del día menguaba y eso relajaba la mente del enano, acostumbrado a los actos furtivos de dudosa legalidad envueltos en la discreción de la noche.

Los ronquidos continuaban su tranquilizadora cadencia retumbante. Bógar llegó a la entrada de la gruta, iluminada por lo que parecía el resplandor de un buen fuego. A su nariz llegaron aromas de carne asada, lo que suscitó imágenes bastante grotescas sobre el destino del caballero. Tragando con fuerza, Bógar se animó a asomar su pequeña cabeza por la boca de la caverna.

Si la escala de los objetos había sido gigantesca para Sir Poly, un hombre fornido capaz de luchar a brazo partido con un león, la perspectiva de Bógar era todavía más ridícula. Vio las enormes sillas, la imagen de la mesa detrás de ellas, las pieles en las paredes y las alfombras en el suelo. Pero desde su lugar de observación no alcanzaba a ver nada más.

Sí llamó su atención, sin embargo, la cualidad del ronquido. Ahora podía comprender aquella peculiaridad discordante, y se trataba de un segundo ronquido, más agudo, rápido y discreto. ¿Un segundo ogro? ¿Acaso una cría del primero?

Alrededor de la entrada había rocas de diverso tamaño, como si la gruta se hubiera excavado desde el interior hacia afuera. Quizá escalando un poco lograse un punto de vista más ventajoso. Bógar subió con agilidad a pesar del incordio del capote, que había decidido conservar para mimetizarse con la falda de la montaña en la penumbra de la noche. Un observador accidental habría descrito la escalada de Bógar como una sábana trepadora, notablemente llamativa entre las rocas blanquecinas.

Tras un periodo de mano sobre piedra y pie en agujero, consiguió Bógar llegar hasta lo que habría sido la clave del arco si la entrada hubiera sido construida con sillares. Aquí descubrió una pequeña plataforma, invisible desde el suelo, en la que muy bien podría permanecer inadvertido por las criaturas que entrasen o saliesen de la gruta. Desde este punto, le bastaba con tumbarse boca abajo y descolgar la cabeza para ver el interior de la cueva con total comodidad. ¡Un giro afortunado! Quizá la suerte no lo hubiera abandonado por completo y Guarasch le estuviera dedicando un suspiro de atención.

Asomando la cabeza de esta forma, pudo Bógar contemplar la inmensidad de la cueva desde la perspectiva de un murciélago agraciado con el don de la vista. Vio las viandas devoradas sobre la mesa, los utensilios desparramados por doquier, la imponente figura del ogro roncando frente al fuego y ¡sorpresa entre las sorpresas!, la figura de Sir Poly dormitando con placidez al lado del gigante. ¿Cómo era posible? ¿No sólo había evitado ser devorado, sino que además había logrado compartir la mesa del ogro y ahora se entregaba al más tierno de los sueños al lado del monstruo? Aquí obraban portentos fuera del alcance de la imaginación de Bógar, el cual notó un incómodo rugir de tripas ante la mesa del festín.

Cavilando infructuosamente, se retiró de estas visiones incomprensibles y se sentó, apoyando la espalda contra la pared del cráter. Extrajo un trozo de queso y cortó unas lonchas de cecina, que miró con pesar antes de engullirlas. Estos acontecimientos invitaban a la reflexión, pero necesitaba más datos para poder extraer conclusiones fiables. Debía comprobar la supuesta generosidad del ogro antes de decidir si podía unirse a esa hospitalidad sin riesgo. Con estas ideas en mente, se arrebujó dentro del capote y se durmió.


Al día siguiente fue despertado por un gran estrépito proveniente de la cueva. Rápidamente se asomó para descubrir el origen de estos ruidos y vio cómo el caballero luchaba valientemente contra el ogro, lanzando poderosos mandoblazos con su espada. Pero el ogro, indiferente a estos ataques, aplastó a Sir Poly bajo su mano como quien atrapa a un gato enfurruñado y se mantuvo así hasta que el caballero dejó de debatirse. Luego el ogro invitó a Sir Poly a desayunar y al momento la mesa se llenó con deliciosos manjares de naturaleza matutina. Bógar empezó a salivar indecentemente ante el aroma a hogaza caliente que subía desde la mesa. Sir Poly rechazó el desayuno con dignidad, hasta que probó una rebanada de pan con panceta, momento en que se transformó en otra criatura y se lanzó sobre el desayuno como una manada de lobos.

Después de la pitanza, se tumbaron de nuevo frente al fuego y estuvieron señalando el techo y murmurando palabras que escapaban a los oídos de Bógar. Luego se levantó Sir Poly y caminó hacia el fondo de la cueva, para regresar al poco tiempo armado de nuevo con su espada y lanzar, sin previo aviso, un brutal tajo al cuello del ogro. La lucha duró poco, y Sir Poly fue volteado y estrellado repetidas veces contra paredes y suelo. Cuando Bógar pensaba que ya no quedaría un hueso sano dentro de ese cuerpo valeroso e imprudente, el ogro vertió el contenido de una copa en los labios de Sir Poly y lo llevó de nuevo frente al fuego, donde ambos se dedicaron a dormir una siesta.

Bógar desayunó más queso y cecina, musitando para sí las injusticias de un mundo que lo trataba tan desfavorablemente. La noche había sido fresca y húmeda, y el frío se había acomodado en sus huesos sin invitación. Su desayuno era una piltrafa comparado con los manjares que había visto desfilar ante sus ojos hambrientos, aunque una parte más pragmática de su cerebro le preguntó si estaba dispuesto a sufrir semejantes palizas a cambio de un desayuno abundante.

La situación seguía siendo sorprendente, pero parecía claro que el ogro jugueteaba con Sir Poly a su capricho, dejando que éste se pusiera en ridículo con sus patéticos ataques. Otra idea cruzó la mente de Bógar: era muy probable que el ogro estuviera cebando al caballero para disfrutar luego de un mejor bocado. Esto hizo, de momento, que la cecina y el queso resultaran mucho más apetitosos. En cualquier caso, las circunstancias dictaban: ¡Prudencia! ¡Observar y esperar!

Unas horas más tarde se despertó de nuevo Sir Poly, el cual parecía cada vez mayor en tamaño. Tuvo un intercambio con el ogro y ambos se levantaron y se marcharon hacia el interior de la cueva, hasta que Bógar dejó de verlos desde su punto de observación. ¿Qué hacer? Esta era una ocasión para entrar en la cueva, pero ¿qué beneficio extraería de ello? Una cosa estaba clara. Desde su actual posición jamás lo descubriría.

Descendió con presteza, abandonando el capote en esta ocasión, y, raudo pero cauteloso, entró en la cueva. Lo primero que hizo fue agenciarse unos buenos trozos de pan y salchichas que habían caído al suelo. Se detuvo a escuchar… nada alarmante, de momento. Avanzó hasta la zona de la chimenea, donde agradeció a Guarasch el calor reconfortante; y estaba palmeándose el trasero con felicidad cuando algo reclamó su atención. Sobre los cojines había un frasco de cristal, que rápidamente identificó como el bebedizo que les diera la bruja para deshacerse del ogro. Sin duda el caballero lo había perdido en el transcurso de alguna siesta. Bógar se hizo con la pócima, pero no veía un lugar propicio para verter su contenido. Si mal no recordaba, el ogro debía beberse el contenido esta noche o el hechizo no tendría efecto.

Con el cuerpo caliente y la comida robada, el valor de Bógar se iba desvaneciendo como humo en la noche. Un ruido proveniente del fondo de la cueva fue todo lo que necesitó para salir disparado al exterior y regresar a su punto de observación sobre las rocas.

Devorando el pan y las salchichas con avidez, se atrevió de nuevo a asomar la cabeza, para ver al ogro que regresaba con Sir Poly a cuestas. El caballero había crecido notablemente, pues ahora parecía apenas un poco más pequeño que el gigante. ¿Habría llegado el momento de convertirlo en cena? Aparentemente no. El ogro depositó de nuevo a Sir Poly entre los cojines y una vez más vertió vino en sus labios. Al momento despertó Sir Poly, gritando incoherencias, bailando extrañamente, agitando brazos y piernas. Su aspecto era horrible. Tenía vello por todo el cuerpo y sus facciones se habían afeado notablemente. De no haberlo conocido, Bógar habría pensado que se encontraba ante dos ogros.

Los dos gigantes saltaron sobre una mesa repleta de viandas y se entregaron a una bacanal de gula y exceso. Jamás había visto el enano comer y beber de forma semejante. Al cabo de unos minutos, tuvo que dejar de mirar, por miedo a que las salchichas que acababa de zamparse decidieran salir por donde habían entrado. ¡Asqueroso! Evidentemente, había una poderosa magia trabajando en esa gruta, puesto que el caballero había perdido su apariencia humana y se había transformado verdaderamente en otro monstruo. ¡Ahora se enfrentaba con dos ogros!

El desmesurado banquete se prolongó hasta bien entrada la noche. Nuevamente sonaron forcejeos y puñetazos, y el enano comprobó cómo los dos monstruos luchaban alegremente entre sí. Y de repente, ambos se incorporaron, se cogieron del brazo y abandonaron la cueva a grandes saltos.

Acurrucado en el capote e inmóvil como una piedra, Bógar esperó un buen rato después de que los ogros desaparecieran antes de atreverse a mover un músculo. Inspeccionando la cueva de nuevo, contempló las consecuencias del festín. Por doquier había restos y utensilios desparramados. Las paredes estaban salpicadas de grasa y trozos de carne. El suelo brillaba con vino y cerveza. No era una visión que abriera el apetito.

Sin embargo, reparó en los barriles que habían quedado sin uso contra las paredes de la gruta. Estaban dentro de su alcance y posiblemente no tendría otra oportunidad para verter el contenido de la pócima. ¡Debía ser esta noche! Elevando nuevas plegarias a unos cielos que se le antojaban algo sordos, descendió Bógar con premura, atravesó el suelo pegajoso, destapó uno de los barriles y vació el contenido del frasco hasta la última gota. Salió corriendo de la cueva, se detuvo un momento pensativo, regresó, se hizo con un solomillo de ternera olvidado y trepó de nuevo hacia la frágil seguridad de su puesto de vigía.


Algo doloroso sacó a Sir Poly de su letargo. El cuerpo entero parecía arder con un fuego interno que no tenía nada de agradable. Alarmado, se incorporó de un salto. La piel le picaba, la garganta formaba flemas imposibles de tragar, su estómago pinchaba con mil agujas de fuego.

—¡Maese Pitotes! —exclamó confundido, al tiempo que escupía una imponente flema purulenta—. ¿Qué sucede?

El ogro se despertó ante los gritos y arrugó el entrecejo desconcertado. Lentamente, se contempló una mano, y pudo ver el caballero que la luz pasaba a través de ella.

—¡Algo ocurre! —gritó Sir Poly—. ¡Oooh! Los músculos me matan de dolor.

Tosió de nuevo, escupiendo en esta ocasión unos trozos de masa informe que chisporroteaban contra el suelo. Cuando se rascaba para calmar sus picores, la piel y el vello se desprendían entre sus dedos.

El ogro se incorporó, sin dejar de escudriñar su mano, fascinado por su creciente transparencia. De repente, lanzó la cabeza hacia atrás y estalló en una tremenda carcajada.

—¡Ah, truhán, me la habéis jugado bien! —gritó, lleno de júbilo.

—¿De qué habláis? ¿Y por qué crecéis a ojos vistas?

—No soy yo el que crece, sois vos el que mengua. ¡Deberíais conocer los efectos de vuestra hábil estratagema!

—Por mi honor… ¡aaaarrgghh! … que no sé a qué os referís. ¿Qué me sucede?

—Rechazáis mi comida y mi bebida, eso os sucede. Vuestro cuerpo se había llenado con mis alimentos y se había transformado, y ahora el proceso se invierte. ¡Oh, caballero, habéis sido astuto!

—¡Me tenéis en el desconcierto!

—¡No finjáis más! ¡Habéis ganado! Mi esencia se disipa de este mundo gracias a vuestra artimaña, y vuestro cuerpo rechaza todo aquello que no es suyo. ¡Ja! ¡Qué maravilloso giro del destino!

—Os juro… por mi honor… que desconozco el origen de estos acontecimientos.

—¿De veras? —Pitotes se tornaba cada vez más vago, y sin embargo sonreía como un joven enamorado—. Os creo. Algún otro, entonces, ha descubierto la forma de echarme de este mundo. ¡Ja! ¡Vuelvo a Cimrael! ¡Vuelvo a las ogresas!

Sir Poly vomitó cuantiosamente sobre el fuego de la chimenea, que se apagó con una fuerte humareda. Las alfombras y los muebles comenzaban a perder consistencia y la gruta oscurecía lentamente.

—¡Habéis sido un gran compañero! —gritó Pitotes—. Lamento perderos de vista, pero soy yo el que se lleva la mejor parte. ¡Regreso al hogar! ¡Regreso a las ogresas!

—¡Un momento…! —había pánico en la voz de Sir Poly—. ¿Y la pitanza, los buenos momentos, las luchas y nuestras conversaciones?

—Vivirán en la memoria y en los portentos más ruidosos de la naturaleza. ¡Habéis visto a las ogresas! ¡Habéis contemplado su mirada! El recuerdo os perseguirá por siempre, cada vez que escuchéis el trueno en la tormenta o sintáis la tierra temblar bajo vuestros pies. Habéis comido mi comida y bebido mi bebida. Nuestras almas siempre permanecerán unidas en el melancólico retumbar de las montañas. Si sentís un extraño anhelo insatisfecho, ¡no temáis!, es el canto de las ogresas que resuena en vuestro corazón.

Un terrible estertor dobló a Sir Poly y cayó de rodillas. Pitotes desaparecía en la oscuridad de la gruta, riendo y entonando una ruidosa canción de alegría.

—¡Todavía hay tiempo para un último encantamiento! —exclamó—. Cuando necesitéis mi ayuda o la soledad se vuelva insoportable, llamadme tres veces por mi nombre y acudiré, cualquiera que sea vuestro trance. ¡Pero cuidado! Tan sólo una vez podré responder a esa llamada. He sido expulsado hasta dentro de cien años, y es una regla difícil de romper. —Pitotes apartó la mirada, como si sus ojos contemplasen un portento prodigioso—. ¡Ah! ¡Oh! ¡Cimrael! Veo tus bosques y tus lagos, veo tus colinas azuladas, tus colores dolorosos. ¡Ogresas! ¡No os impacientéis! ¡Ya llego!

La luz desapareció por completo y, con ella, la esencia del ogro. Sir Poly cayó al suelo, agonizante, presa de violentas convulsiones, hasta que la pena se hizo intolerable y perdió el conocimiento.


Bógar despertó a Sir Poly y consiguió que se levantara y saliera de la cueva. El rostro del caballero era sombrío y su andar pesaroso. Se dejó guiar hasta el caballo y allí esperó con la mirada perdida mientras el enano regresaba con Bullimia y el capote.

—¡Lo conseguí! —exclamaba Bógar con alegría—. Han hecho falta astucia y valor sin par, pero esas son cualidades que sobran en mi familia. ¡Ahora me debéis la vida, caballero, y espero que vuestra generosidad tenga el sonido tintineante del oro o el resplandor de las gemas! No soy caprichoso. Tanto me dan rubíes que diamantes.

Sir Poly, que estaba desnudo, dejó que el enano le pusiera el capote, pero no hizo comentario alguno. Montó en su caballo cuando Bógar le instó a hacerlo y emprendió el regreso sin mirar hacia atrás.

—¡Han sido muchas las penalidades que he tenido que sufrir! —continuó el enano—. Mientras os entregabais a los más suculentos banquetes, el pobre Polilla tenía que alimentarse de piedras y honor. Pero nunca abandoné la vigilancia, presto a que la oportunidad se presentase. ¡He derrotado a un ogro! ¡Escribiré canciones sobre esta gesta! O mejor, dejaré que otros las escriban para no pecar de vanidoso.

Sir Poly guardaba silencio, con la mirada entre las orejas de su caballo, indiferente a los comentarios de su acompañante. Se dejaba llevar por el corcel Cejador, balanceándose con cada paso de su montura.

—¿Qué debo pedir al señor de la comarca? ¿Cien acres os parecen excesivos? No estoy acostumbrado a este tipo de transacciones y valoraré vuestro consejo. —Ante el silencio de su interlocutor, Bógar se desinfló un poco—. Bueno, no es que vos no hayáis hecho nada. Se puede decir que entretuvisteis al ogro mientras yo, gracias a mi ingenio, me deshacía de él. Seguro que también habrá recompensa para vos.

Continuaron la marcha durante varios minutos y Bógar comenzó a inquietarse.

—O sea, que habéis sido indispensable. Acaso se podría decir que la fuerza y el valor han sido vuestros y la inteligencia y el arrojo míos.

Un leve suspiro abandonó los labios de Sir Poly, pero no dijo más.

—También soy generoso a la hora de repartir. Como caballero que me harán, estaré en disposición de compartir el honor con vos en igualdad de condiciones… ¿quién sabe? Hasta es posible que me ofrezcan un título, algo discreto, quizá conde o marqués. Puedo prescindir de un ducado. No soy ambicioso.

Comenzó a caer una suave llovizna que terminó por transformarse en una lluvia espesa. Las gotas caían sobre Sir Poly como si de una roca se tratase. No hizo ademán alguno para cubrirse o apartar el agua que le resbalaba por el rostro. Su mirada ceñuda no estaba pendiente de asuntos terrenales, su tristeza era profunda como el océano.

—¡Ah! Un poco de lluvia vivificante, no hay nada igual por las mañanas. Ayuda a despejar la cabeza y tiene claras virtudes higiénicas. Lo cual me hace pensar… ¿qué se planta en estas tierras? Ahora, como terrateniente en ciernes, debo comenzar a preocuparme de mis doscientos acres. ¿Vos que pensáis?

Un relámpago hizo que los parajes se tornaran deslumbrantes y las sombras negras como un pozo sin fondo; al punto, un trueno ensordecedor retumbó por toda la cordillera, haciendo temblar el suelo y desprendiendo rocas por las faldas de las montañas. Sir Poly levantó la cabeza y, poco a poco, dejó que una leve sonrisa aflorase en sus labios. Hubo otro relámpago cegador, seguido por otro trueno, y Sir Poly, alzándose sobre su montura, extendió los brazos y gritó:

—¡SÍ! ¡OS OIGO! —y soltó una fuerte carcajada.

Bógar, temiendo por la cordura del caballero, hizo que su caballo se retrasase un poco. Contempló cómo con cada trueno la risa de Sir Poly se hacía más y más poderosa, hasta que llegó un momento en que ambos sonidos viajaban por los cielos en perfecta armonía. Los truenos fueron decreciendo en intensidad y Sir Poly bajó los brazos, con una expresión de triste regocijo en la mirada.

—¡Hem! —carraspeó Bógar—. ¿Os encontráis bien?

—Nunca volveré a encontrarme tan bien como en estos días pasados. Pero sí, estoy bien. —Se río, distraídamente—. Muy bien.

—¡Cuánto me alegro! Por un momento creí que erais presa de algún maleficio. ¿Qué pensáis de mis tierras, pues? ¿Con trescientos acres es sabio plantar de forma extensiva o acaso…?

Sir Poly levantó a Bógar de su montura por el cuello del jubón, hasta que sus narices se estuvieron tocando.

—Aquí no ha pasado nada de nada —susurró, amenazador—. No ha habido ogros, ni victorias, ni justas recompensas. ¿Me he expresado con claridad?

—¡Pero eso no es cierto! ¡Yo…!

Polilla notó la punta de Bullimia en el cuello.

—¡…tengo suerte de estar vivo! —concluyó por él Sir Poly—. Y es una verdadera suerte poder levantarme cada mañana y descubrir que sigo vivo y que un recuento de mis miembros siempre da el mismo resultado. ¿Me explico con claridad?

—¡Sois persuasivo! ¡Vuestra retórica nada tiene que envidiar a los maestros de la Academia! Mis ideas se han transformado por completo.

—Perfecto. Porque ahora yo me voy a alejar de estos parajes para no volver nunca más. Y tú te vas a quedar conmigo como escudero para garantizar una educación sobresaliente en el noble oficio de la caballería.

—¡Nada anhelo con más fervor!

Y así, bajo el manto de una lluvia menguante, abandonaron Sir Poly y su escudero aquellas tierras montañosas que no habrían de volver a pisar.


Se dice de los ogros que sus terribles risotadas resuenan en el corazón de las tormentas y que se puede adivinar el latido de sus corazones en las extrañas ocasiones en que la tierra tiembla y se resquebraja. Y aunque estas comparaciones sean acaso el fruto de la exageración y de las mentes impresionables, no hubo a partir de ese día trueno, terremoto o erupción volcánica en los que Sir Poly no recordase la alegría de Pitotes y la formidable constitución de las ogresas.