Construyendo Edén
Braf había conseguido por fin sentirse más o menos orgulloso de su creación. La había hecho de tamaño mediano (acaso dejándose llevar un poquito por la ambición), con cuatro miembros, una cabeza de buen tamaño y un encorvamiento que le daba cierto aire amenazador. Era claramente una criatura terrestre, bien asentada; quizá de proporciones algo caricaturescas según el patrón de otros modelos, pero Braf encontraba enternecedoras la mandíbula prominente y las orejas desplegadas.
Decidió enseñárselo al Jefe, el cual no compartió su entusiasmo.
—Es ridículo —corrigió con severidad—. Es culón y paticorto. Date cuenta de que con esas piernas no podrá correr, ni trepar, ni nada. Y según tú, es terrestre, así que olvidémonos de la natación. ¿Y para qué quieres esos brazos tan largos y tan gruesos?
—Pensé que podría alcanzar mejor los frutos de los árboles o introducirlos en la madrigueras de animales más pequeños —intentó defenderse Braf, sin mucha fe.
—¡Tonterías! ¿No os tengo dicho que uséis la inteligencia y la lógica? Los alardes artísticos están bien cuando uno puede permitírselos, pero no podemos dejarnos seducir por el manierismo si no tenemos habilidad para ello. Mira esos brazos. Demasiado gruesos para la mayoría de las madrigueras y, en cualquier caso, inútiles con esas pezuñas al final. ¿Qué quieres que haga con las pezuñas, cuando llegue al fondo de la madriguera? Alguien que hubiera usado la cabeza habría acompañado esa argumentación con unos dedos o unas garras, pero no ciertamente con pezuñas. Y las frutas de los árboles, nada menos. Si quieres llegar a la copa de un árbol, o bien tienes que trepar, o bien tienes que volar.
—Pero las jirafas… —objetó Braf.
—Las jirafas son un caso aparte. Además, tu, tu… —el Jefe buscaba una palabra descriptiva— … tu especie no tiene el tamaño suficiente para alcanzar los árboles sin moverse del suelo. Es un verdadero desastre, Braf. Le has puesto una enorme cabezota pero el cráneo ocupa la mayor parte, lo cual no deja sitio excepto para el más diminuto de los ganglios nerviosos. ¿Y las orejas?
¡Ay, no!, pensó Braf, las orejas no.
—Enormes. Imposibles de justificar evolutivamente. Una nueva concesión a la fantasía. Si el resto estuviera medianamente bien, podríamos hacer la vista gorda con esas orejas, pero a este aborto no hay por dónde pillarlo. En fin, Braf, sigue trabajando, sigue trabajando…
Y con esto el Jefe lo despidió y pasó con el siguiente. Braf ya se sentía lo bastante humillado como para salir con la cabeza gacha y esquivando las miradas de los demás, pero no iba a resultarle tan sencillo. Tras él había llegado Morlón, uno de los escultores más exitosos, y al Jefe se le llenó la boca con palabras de admiración.
—¡Esto es otra cosa! —exclamó—. Mira bien, Braf, y aprende de Morlón.
Braf miró la escultura que tenía ante sí. Una criatura alada, para empezar. Sólo los más osados o aquellos sin dudas sobre su talento se atrevían con el aire. Braf despreciaba a Morlón profundamente, pero con la humillación tan próxima y la comparación tan directa, se le llenó el espíritu con un odio como no había conocido antes.
—¡Fíjate en los ojos, encendidos como ascuas! Seguro que pueden ver en la lejanía sin problemas.
—Yo había pensado también en visión nocturna —apuntó Morlón con modestia.
—¡Excelente idea! ¿Y esas garras tan vigorosas?
—Para prenderse de cualquier rama y para atacar a sus presas. De ahí el diseño de los espolones, que…
— …que tienen pinta de poder penetrar la piel de un rinoceronte —terminó el Jefe, llevado por el entusiasmo—. Y las plumas, tan hermosas, tan brillantes…
—… para el reclamo de la pareja… —explicaba Morlón.
— … las orejas articuladas…
— … para adoptar la postura aerodinámica más adecuada en cada momento…
— … el pico, fuerte y ganchudo…
— … rotura y desgarre de piel, huesos, arma de defensa…
— … es impresionante. Muy bien Morlón. Muy bien. Estaré muy orgulloso de incluirlo en mi colección, siempre y cuando le afinemos algún que otro nimio detalle.
—Lo que sea necesario, por supuesto.
Maldito pelota, pensó Braf, aplastado bajo el peso de la vergüenza. Con esa sonrisa de triunfo, ña, ña, ña, «lo que sea necesario…» Como no soportaba quedarse un segundo más, Braf salió de allí a toda prisa portando su escultura con dificultad. La llevó hasta su casa, donde la depositó amorosamente sobre su banco de trabajo y la miró con una mezcla de cariño y frustración. ¿Por qué le costaba tanto hacerse con las bases de la creación? A Braf le parecía que su criatura era hermosa, aunque fuera de una manera basta y directa (ciertamente no como la cursilería de Morlón), pero nadie parecía compartir su gusto estético.
Todo tenía que ser útil. Esa era la regla número uno. Y Braf lo intentaba. La verdadera razón de los brazos y las pezuñas era que Braf había pensado que serían instrumentos maravillosos para conseguir rascarse por todas partes. Pero no podía decirle eso al Jefe. Con Él todo era «alimentación, cortejo, procreación». Ningún lugar para los pequeños placeres, o los grandes (como rascarse). Y las orejas, las enormes orejas, pensadas para el cortejo, aunque no le habían dado oportunidad de explicar su idea. Se trataba de orejas fuertemente musculadas, que se podían batir a gran velocidad para seducir a las hembras. Y formaban parte importante del sistema de comunicación expresivo. Orejas altas, alegría; orejas bajas, tristeza; una oreja para cada lado, desconcierto; orejas en rápido movimiento independiente, confusión; etc.
Braf pasó tres días presa de una desazón depresiva que lo mantuvo sin salir de la cama. No era justo. ¿Por qué no podía dar con algo ingenioso, algo nuevo, como cuando Grodelia había inventado el fabuloso cuerno del rinoceronte? ¿O Morlón (maldito, maldito pelota) el radar de los murciélagos? No. Sus brazos-con-pezuña no tenían futuro. Braf se preguntaba si podría modificar su diseño original o si debía empezar otro completamente distinto. No quedaba mucho tiempo ya para la distribución final de las especies, y Braf se moría por aportar su granito de arena, por minúsculo que fuera. Sería una verdadera vergüenza ser el único que se quedara sin crear al menos una especie.
Se levantó, aburrido y desesperado a la par, y miró a su criatura con tristeza. Quizá le hiciera falta un poco más de pelo. Eso siempre se podía justificar por las condiciones atmosféricas. Pero el Jefe tendía a verlo como un truco para ocultar fallos, así que probablemente no fuera una buena idea. Tal vez si los brazos no fueran tan largos y, si en lugar de pezuñas, le ponía los dichosos dedos… Las patas más altas y robustas, el culo más pequeño…
Sin darse cuenta, Braf estaba efectuando las transformaciones a medida que las pensaba. El tamaño de la cabeza disminuyó considerablemente y aumentó la capacidad craneal hasta dejar una ridícula capa de hueso para proteger los centros nerviosos del exterior. Debía endurecer el hueso si quería llevar a cabo semejante treta, que se le antojaba ridícula, pero total, para probar…
Braf se dio cuenta de que su criatura tenía un aspecto cómico. Al reducir los brazos y aumentar las piernas, se le había formado un arco tremendamente antiestético en la espalda. Le hizo crecer de nuevo los brazos, pero menos esta vez, y le puso los dedos al extremo, diez por cada brazo, para que no faltaran.
Y algo tendría que hacer con las orejas, sus preciosas orejas. Una oreja grande era justificable para detectar el peligro a lo lejos o para escuchar el sonido de una presa. Braf no quería que su criatura fuera depredadora, le horrorizaba la destrucción absurda del Plan General. Eso, lamentablemente, la convertía en Presa, pero Braf tampoco quería que su creación fuera una despensa ambulante para criaturas más feroces. Así que tenía que hacerla poderosa, al menos en su defensa. Una piel dura no estaba mal, pero los colmillos que había diseñado Polotín eran tenaces herramientas de destrucción. Y además, eso ya estaba inventado. Toda criatura que quisiera entrar en la distribución tenía que innovar un poquito al menos. Y Braf quería que su aportación fuera el elemento defensivo definitivo. Así quedaban descartadas las púas, las emisiones pestilentes y las garras. Nada de cuernos, ni camuflaje mimético. ¿Qué, entonces?
Las orejas se redujeron de tamaño y, por lo tanto, de musculatura. Un poco de pelo para taparlas no estaría mal, al fin y al cabo no era como si pusiera pelo por todas partes…
Más apéndices. Necesitaba más apéndices. Braf colocó unos cuantos dedos extra, de diferentes tamaños, para probar, pero la cosa no marchaba…
¿Por qué era tan difícil? ¿Y por qué a Morlón le salían las cosas solas, de forma natural y sencilla? ¿Dónde estaba el truco, la carencia, dónde? Hastiado, Braf le lanzó un pegote de arcilla a la figura, que le dio en mitad de la cabeza y se quedó ahí, pegado y colgando como una versión en miniatura del cuerno de Grodelia. Y en ese momento, le dio un ataque de risa. ¡Eso sí que era ridículo! Un apéndice en mitad de la cara…
En la siguiente corrección, Braf se sentó en la última fila, dispuesto a ver el trabajo de los demás antes de mostrar el suyo, si es que se atrevía a enseñarlo. Estaba claro que Morlón había hecho algo especial, porque se lo veía radiante y cuchicheando con su grupo de amigos pelotas, como si compartieran un gran secreto. Todo el mundo se extrañaba, porque aparentemente no traía nada entre los brazos. ¿De qué se trataría esta vez?
El Jefe llegó tarde, como era su costumbre, y se sentó con impaciencia.
—Bueno, veamos qué me traéis hoy. ¿Quién empieza?
Se acercó Merveille con una caja pequeñísima.
—¿Otro insecto? —preguntó el Jefe con desconfianza. Al principio se había fascinado por las pequeñas creaciones, con sus exoesqueletos y sus patas de alambre articuladas. Sin embargo, Merveille se había dejado llevar por el entusiasmo y había demostrado ser capaz de crear a mayor velocidad que ningún otro escultor, con sus materiales quitinosos y sus hábiles dedos diminutos. Llenó la distribución de insectos, terrestres y aéreos, con patas y con antenas, con mandíbulas y ojos facetados. Y como se explicaba tan bien y siempre encontraba una utilidad distinta para cada uno de ellos, el Jefe no había tenido más remedio que ir aceptando a casi todos aquellos engendros minúsculos que, Braf suponía, no causarían a la larga más que molestias.
—No es un insecto —explicó con alegría Merveille, el cual se mostraba obviamente satisfecho—. Es mucho más pequeño todavía, tanto que la mayor parte de las criaturas apenas puede verlo.
El Jefe se inclinó sobre la cajita y arrugó el entrecejo.
—¿Pero qué es esto? —preguntó perplejo—. ¿Qué es?
—Lo llamo «parsit». Es el organismo más pequeño hasta ahora creado.
—¿Y dónde vive? —preguntó el Jefe, mirando la caja a través de unas gruesas gafas.
—¡Eso es lo bueno! —exclamó Merveille, feliz—. ¡Vive dentro de otras criaturas!
—¿Cómo, cómo? —el Jefe estaba algo confuso, y entre la concurrencia se había despertado un agitado murmullo de incredulidad.
—Vive dentro de otros animales. De esa manera, no tiene problemas de temperatura o clima. Se instala en una zona isotérmica del organismo y de ahí extrae todo lo que necesita. Como su tamaño es pequeño, puede alimentarse de parte de lo que coma su anfitrión sin que este apenas se entere.
—¡Más despacio, que me pierdo! Empecemos por el principio…
Merveille se puso a explicar sus parsits de forma exhaustiva, para sorpresa de todos y repugnancia de Braf. ¡Menuda estupidez de criaturas! ¿Y eso era interesante, más que su pobre Orejotas? ¿Para qué servía una criatura que, para empezar, ni siquiera podía verse? Sin embargo, el Jefe estaba pasando de la confusión al entusiasmo, sin duda contagiado por el ánimo de Merveille.
—Pero… —preguntaba en ese momento—. ¿Qué pasa si se expulsa entonces a un entorno hostil?
—No sé —disipó Merveille con un gesto impaciente—. Quizá pueda desarrollar un envoltorio resistente y quedarse adormecido hasta que el entorno vuelva a ser favorable.
¡Menudo descaro y menudo disparate! Y lo peor, se dio cuenta Braf, es que Merveille estaba improvisando majaderías pero al Jefe no le importaba.
—Debo pensar en ello, debo pensar en ello… Deja que me lo piense, Merveille, pero déjame también que te anticipe que esto tiene muchas y nuevas posibilidades. ¡Enhorabuena!
Todos aplaudieron, todavía incrédulos y maravillados. Braf se unió a la ovación con desgana y creciente desespero. Si esta era la base del éxito en la escultura, estaba claro que él nunca triunfaría en nada. Los aplausos fueron cesando y le llegó el turno a Morlón.
—¿Dónde está tu trabajo? —preguntó el Jefe, al verlo con las manos vacías.
—Esta vez no podía traerlo de cualquier manera —se explicó Morlón, algo enigmático.
—¿Acaso es demasiado frágil?
—No, en absoluto. No es su fragilidad la que me preocupa, sino la mía.
Con estas palabras, corrió una gruesa cortina y dejó al descubierto un enorme mastodonte. La sala se llenó de «oooohhs» y «aaaaaahhhhs» ante el descomunal tamaño de la criatura. Se apoyaba en cuatro patas robustas, que sustentaban su enorme cuerpo rechoncho. De él salía un larguísimo e imposible cuello al final del cual había una pequeña (en proporción) cabeza de lagarto. Tenía a su vez una cola casi tan larga como el cuello, rematada por unas astas de hueso.
—¡Caramba! —exclamó el Jefe, parpadeando unos ojos distorsionados por el cristal de su gafas—. ¡Caramba!
—Lo llamo «dinosaar» y es, para mí, un experimento sin precedentes. Es mi primera criatura terrestre, aunque pienso que se puede meter a gusto en el agua para reducir su peso. Es mi primera criatura de gran tamaño. Y, a pesar de ello, no es más que un herbívoro.
—¿Cómo, cómo? Explícate.
Braf no daba crédito a sus ojos. En un día se habían presentado de forma simultánea la criatura más pequeña y la más grande. Dos disparates sin sentido, dos aberraciones sin medida. Y el entusiasmo del Jefe iba en aumento.
—¿Cuántos de tus «parsits» crees que pueden caber ahí dentro, eh, Merveille? —bromeó, de muy buen humor. Hubo risas generalizadas—. Es impresionante. Y bellísimo, con su cuello y su cola perfectamente equilibrados en un adorable decrescendo a partir del cuerpo central. Es cárnico, matérico… ¡Es estupendo! Morlón, siempre has sido uno de los mejores, pero esto… ¡Oh, esto! Estoy casi seguro de que acabas de dar con el rey de la creación. Es justo lo que estaba esperando de alguno de vosotros para declararlo Mi Criatura Favorita.
»¡Escuchad bien! Quiero que todos aquellos que estéis ociosos o sin ideas os pongáis a fabricar variedades de este dinosaar, para hacer una gran familia que domine el mundo. A partir de hoy, quiero ver más dinosaars. ¡NO! ¡Más aún! Sólo quiero ver dinosaars, los quiero por doquier, por todas partes. Quiero que apliquéis vuestro arte a dar forma a la que va a ser mi criatura preferida. ¡Todos a por los dinosaars!
Hubo un estruendo general de aplausos y alegría. Muchos corrieron hacia el modelo, para estudiarlo, tocarlo y montarse sobre él. Algunos ya empezaban a tomar arcilla del suelo para hacer pequeñas maquetas, a modo de recordatorio o variación. En seguida Braf se encontró aislado, más solo que nunca, al no poder compartir el entusiasmo y la alegría de su entorno. ¡Oh, sonreía, sin duda, y mostraba un ánimo que no sentía! Pero en el fondo deseaba encontrarse en el otro extremo del infinito y no regresar nunca más.
Finalmente se encontró solo, pero de verdad. Los demás habían corrido hacia sus talleres para empezar el trabajo con los dinosaars de Morlón. Mirando la enorme escultura, Braf sintió el demoledor peso de su desesperación acrecentarse de forma inexorable. Como no era un escultor de éxito, tendría que ponerse a fabricar mastodontes reptiloides sin remedio. Y seguramente, sus diseños serían despreciados al igual que siempre lo habían sido.
El Jefe apareció de detrás de una pata. En realidad, nunca había abandonado el recinto, sino que había estado admirando la escultura desde todos los ángulos. Braf se sintió en evidencia e hizo por marcharse.
—¡Ah, Braf! —exclamó el Jefe, que se encontraba de muy buen humor—. ¿Qué te parece este maravilloso regalo de ingenio y poder? ¡Un digno representante de la creación…! ¿No crees?
—Sin duda.
—¿Estás abatido? ¡Alegra ese ánimo! Hoy es un gran día para todos. ¿Qué te aqueja, Braf? ¿Acaso sigues atascado con tu Culoncete Paticorto? Venga, enséñamelo y vamos a ver si podemos sacar algo de él.
—No, será mejor que vaya a pensar en los dinosaars estos…
—Venga, venga, que hoy no te voy a regañar. Déjame verlo.
Braf apartó la tela que cubría su escultura, sin atreverse a mirar la cara del Jefe. Estaba seguro de que sería de total decepción.
—Mmmmmhhh… —murmuró el Jefe—. Bueno, es una mejora, es una mejora….
Braf levantó la vista, esperanzado.
—Tiene un aspecto menos ridículo, eso no se discute. Y los brazos están más en su sitio. Le falta algo de glamour, quizá… Siempre has sido muy, digamos, austero, Braf… La cabeza… ¿es más pequeña?
—Sí, pero he reducido el grosor del hueso hasta el mínimo que podía conseguir con material cálcico, para aumentar el tamaño de los centros nerviosos.
—Sí, ya lo veo. Pero date cuenta de que ahora el agujero es demasiado grande. Mi buen Braf —el Jefe le pasó un brazo por encima—, ¿dónde has oído tú hablar de un cerebro tan grande? Ninguna criatura lo tiene, ni se me ocurre para qué puede servir.
—Bueno, es que… —comenzó Braf a explicarse con rapidez, pero la mirada del Jefe estaba en el dinosaar y lo interrumpió.
—Mira, Braf. Te falta un poco de fantasía aplicada a la lógica. Un poco de lírica, quizá. Mira a tu criatura, mírala bien. No tiene rabo, no tiene uñas retráctiles, no tiene colmillos ni un bonito pelaje. Carece de bigotes, cuernos, espinas… Lo importante aquí es la invención de las formas, los nuevos órganos, pero siempre respondiendo a una finalidad. Y el tuyo no tiene nada de particular…
—Sí que lo tiene —afirmó Braf, con los dientes apretados.
—¿Ah, sí? ¿Y de qué se trata?
—De su cerebro —la ira estaba enloqueciendo a Braf, el cual, en su desesperación, estaba improvisando memeces de igual manera que hiciera Merveille. Pero se daba cuenta de que con cada palabra se ponía en una situación más insalvable—. En su cerebro radica su fuerza. Una gran fuerza.
—Braf, los cerebros son coordinadores nerviosos entre distintas zonas. La fuerza se consigue con músculos y huesos sustentantes.
—No es esa fuerza —negó Braf con obstinación… Una idea, por favor, algo…—. Es otra fuerza. Es aquello que hará una defensa perfecta, aquello que dará independencia total…
El Jefe lo miraba entre apenado y divertido.
— … es el lugar… el lugar… donde… el lugar donde…
—Braf, mira…
—¡…el lugar donde residirá la inteligencia!
El Jefe se calló de pronto. Su gesto, hasta ahora amable y apacible, se fue transformando en una terrible mueca de desagrado. Braf había mencionado lo innominable. Había gritado el tabú. Lo prohibido.
—Creo que te has excedido —murmuró el Jefe, la voz mostrando ira bajo control—. Y creo que en vez de decir tonterías deberías estar haciendo algo de provecho, algo como un dinosaar.
—Lo siento, yo…
—Tu ridícula criatura, tu pequeño excremento… ¿acaso crees que puede albergar el Don, con sus racimos de dedos inútiles, con su mirada de extrema estupidez, con su piel blanda y sonrosada? ¿Acaso no sabes, no recuerdas, que harán falta muchas creaciones, eternidades de prueba y error hasta que podamos dar con el diseño perfecto digno del Don? ¿Y tú crees, en tu pretensión, que este aborto infecto puede albergar siquiera un suspiro en ese patético órgano llamado cerebro?
—Por favor, hablé sin pensar…
—¡Como todo lo que haces! ¡Y ahora, desaparece de mi vista y llévate para siempre esa aberración infecta que no habré de ver jamás! ¿Entendiste?
—Sí, lo siento… —Braf recogía apresuradamente su escultura y la cubría con el paño mientras la ira del Jefe alcanzaba proporciones tormentosas. Salió de allí corriendo, con lágrimas de rabia y temor en los ojos.
Braf tardó un mes en comprenderlo, pero cuando lo hizo su propósito se tornó de acero. Por todas partes había dinosaars, grandes, pequeños (aunque no mucho: la Criatura Elegida debía ser enorme), verdes, pardos, agresivos, carnívoros, pacíficos, astutos, tontos, lentos, veloces… Estaba claro que la creación iba por un lado y él por otro. No tenía nada en común con sus compañeros escultores. Su obra no tenía lugar alguno en la creación. Así lo había dicho el Jefe, el cual no lo había vuelto a ver desde el desagradable incidente del cerebro. Y en su obstinación y su rebeldía, no tiró la escultura, sino que siguió trabajando en ella, con la salvedad de que esta vez no pensaba enseñársela a nadie. Por primera vez, Braf no trabajaba para otros, trabajaba para él. Al diablo con la creación. Él construiría su criatura (¿acaso nadie podía ver lo hermosa que era?), le daría forma y, aunque no fuera más que en forma de estatua, la cuidaría hasta el fin de la eternidad.
Pulió los rasgos con mucho esmero y las más finas lijas. Aquel pegote que había lanzado a la cabeza se había transformado en un apéndice respiratorio de forma sutilmente geométrica. Y si un apéndice servía para introducir aire, un orificio serviría para expulsarlo. Pero… ¿por qué sólo para eso? También serviría para comunicarse. El aire, al salir, golpearía levemente unos tubos de cristal que producirían las más bellas melodías. Su criatura se comunicaría mediante música.
Repuso las orejas, pero en la nueva cabeza debían ser más pequeñas. Se permitió el lujo de decorarlas con absurdas circunvoluciones, hasta que se percató de que podría darles también la función de hacer reverberar el sonido de forma sofisticada. ¿Querían usos? ¡Pues él encontraría un uso para todo, que nadie lo dudara!
Trabajó dos meses en las manos, hasta que se decidió por seis dedos de cuatro articulaciones. Eran finos y delgados, los dedos de un artista. Haría a su criatura hábil, le daría el poder de esculpir. Sin embargo, le faltaba capacidad para asir objetos firmemente. Unas pinzas no parecían adecuadas. ¿Se podrían fabricar pinzas con dedos? Era una posibilidad que tenía que estudiar.
Un año entero estuvo trabajando de esta manera, aislado, incomunicado, terriblemente absorto y ocupado. El pelo le dio pesadillas. Lo cubría todo con un vello suave y brillante, para deshacerlo todo minutos después y dejar la piel completamente limpia. Probó pelo fuerte y puntiagudo, pero eso le confería un aspecto muy agresivo, y su criatura debía ser delicada. Luego buscaba poner el pelo por sectores, pero no encontraba razones férreas para justificar una zonificación. Parecía útil en la cabeza, para calentar el cerebro. Y en las manos, para proteger los delicados dedos. Pero quizá eso le restase habilidad.
Todo eran dudas y posibilidades, permutaciones, transformaciones. Braf llegó a enfermar, de tanto que trabajaba. Una extraña fiebre se apoderó de él, lo cegaba, le impedía ver más allá de la arcilla bajo sus dedos. Más apéndices, dos rabos, dos o cuatro brazos, ojos en la espalda, garfios en las piernas. Articulaciones, el truco de Corgol para la elegancia de los felinos. ¿Por qué no utilizar el conocimiento ajeno en su favor?
Y un día se levantó, sin saber bien dónde estaba. Le dolía la cabeza, se sentía débil y miserable. Se dio cuenta de que se dispersaba en la nada. El precio por abandonar la creación era el olvido, el olvido del Jefe, y sin Su memoria no había existencia posible. Braf se comenzaba a disgregar, como un recuerdo que no se atesora. Ni siquiera sintió miedo, sólo una cierta sensación de urgencia. Así que se dirigió a su taller y lo que vio lo dejó sorprendido. Se había obsesionado tanto por las partes que había perdido la perspectiva del todo. Y la criatura que se erguía ante él era la más hermosa que jamás hubiera contemplado. Daba igual que el pelo estuviera desorganizado en parches deslavazados. No importaba que un dedo se enfrentase a los otros cuatro de forma asimétrica.
Su criatura era maravillosa. Y la había hecho él.
No la tocaré más, pensó. Es perfecta, con sus orejas aplastadas. Solo le falta vida…
Y apenas hubo pensado en ello, supo que el Jefe jamás le haría un hueco en la distribución. Y supo que si quería darle vida tendría que robarla para ella.
Eligió un séptimo día, que era el que el Jefe prefería para el descanso. Se introdujo en la Mansión Prohibida, amparado por la noche, sin hacer ruido. Ahora apenas le quedaba sustancia, tan débil era el recuerdo del Jefe, pero eso favorecía sus planes, ya que su casi total intangibilidad le permitió acercarse hasta el lugar de reposo privado.
Y debía ser un hermoso sueño el del Jefe, puesto que bellísimas imágenes flotaban sobre su cabeza. Imágenes de colores vivos, de océanos imposibles, de vastos espacios que se estaban creando en algún lugar. Braf vio con horror cómo algunos dinosaars empezaban a plagar estas imágenes, a estropear esos paisajes. Y eso lo devolvió a la realidad de su terrible misión.
Puso toda su palpabilidad en un delgado filamento, e imaginó con toda la fuerza de la que era capaz una nariz en el rostro del Jefe. La naturaleza del Jefe, siempre mutable, combinando todas las posibilidades de forma simultánea, aceptó esta pequeña fantasía y, al principio con timidez, pero luego con decisión, produjo una poderosa nariz con dos enormes agujeros peludos. Braf introdujo el filamento por uno de los orificios y extrajo una pequeña mucosidad. Eso sería suficiente.
El sueño del Jefe era un sueño profundo y laborioso, pues muchas cosas buenas surgían de él, cosas que Braf se iba a ocupar de que no estuvieran pobladas de absurdos dinosaars. Gracias a ello, consiguió abandonar la Mansión Prohibida sin ser detectado.
Llegó a su taller en el límite de su corporeidad. Tenía que hacer grandes esfuerzos para mantener la mucosidad sobre el filamento y, casi a punto de tornarse impalpable, introdujo el fluido por la nariz de su creación y lo alojó en el cerebro. Ya estaba hecho.
La arcilla se transformó con rapidez, adquiriendo la materia de la realidad en breves segundos. Los ojos parpadearon y un enorme bostezo se produjo en mitad de la boca. Braf estaba en éxtasis. Su obra, inanimada, había sido un prodigio. Ahora, con el Don, era perfecta.
—¿Dónde estoy? —preguntó la criatura, mientras se rascaba perezosamente por todas partes, haciendo especial hincapié en los bultos de la entrepierna.
—Eres un Ómber —le dijo Braf— y estás sobre la creación.
El ómber miró a su alrededor, sin mucho interés.
—Oye, tengo hambre. ¿Se puede comer algo?
—Aquí no —explicó Braf—. Tienes que bajar a la creación para poder comer. Y debemos ir rápido, antes de que el Jefe se despierte.
—Bueno, pues vamos, porque estoy que me muero de apetito.
—¡Espera! Debemos ir en silencio y has de ser discreto en la creación, porque si te detecta el Jefe, te destruirá.
—¡Pero bueno! Si yo no le he hecho nada.
—Pero yo sí. Y ahora, vámonos.
Braf y el ómber salieron en silencio cuando las primeras luces del alba caían sobre la creación.
—Es bonito —dijo el ómber—. ¿Y todo eso lo hizo el Jefe?
—Sí, pero calla.
Una voz los detuvo, sin embargo, y era una voz irritada. Se volvieron al unísono y vieron al Jefe.
—¿Qué es esto? ¿Qué es esto? —preguntaba, entre la indignación y la confusión.
—Es un ómber —proclamó Braf orgulloso —. Yo lo esculpí y le di la vida.
—¿La vida? ¿Eres tú, pues, quien me ha robado? ¿Acaso no sabes que lo que me quitaste no lo podré recuperar jamás? ¿Acaso no sabes que sólo tu criatura me lo podrá devolver si ese es su deseo? Ahora estoy incompleto por culpa de tu ómber, y siempre guardaré una sombra en mi sustancia que no conocerá la paz. Has ligado mi destino con el de esta horrible criatura…
—¡Eh, sin ofender! —se quejó el ómber.
— … esta horrible, despreciable, mísera y abominable criatura. ¿Y todo por qué?
—Por… —Braf estaba aturdido, pero encontró una palabra que le gustaba— …por la belleza.
—No hay belleza que no emane de mí, y te aseguro que este excremento no ha emanado de mí. Tú, sin embargo, sí eras una parte de mí, Braf. Te recuerdo ahora, con tu torpeza, con tus desmanes. ¿Qué fue de ti? ¿Dónde te escondiste? ¿Te encerraste todo este tiempo en tu taller para fabricar al ómber, en contra de mis instrucciones? Supongo que debes albergar parte de mi rebeldía…
—Pero, Jefe, ¿no lo veis como yo lo veo? Es hermoso.
—Es una aberración. Y no puede existir portando una parte de mi ser. Prefiero perderla antes que depender de ella. Y así será.
Y dicho esto, un rayo flamígero brotó de los dedos del Jefe en dirección al ómber. Braf, horrorizado, se interpuso gritando: «¡NO!» y recibió el impacto de las llamas con todo su ser.
Y efectivamente Braf había sido una parte del Jefe, que podría haberse olvidado como un sueño fugaz de niñez, pero no ser destruido a la ligera. La desaparición del escultor provocó una horrorosa agonía en la cabeza del Jefe, el cual notó cómo ardía parte de su esencia. Cayó arrodillado, frente al ómber, que no se había movido de su sitio. Y sollozó.
—¿Qué he hecho? ¿Qué he hecho? Me he destruido en parte, me he consumido por culpa de la ira. ¿Quién era ese escultor y cual era su visión? ¿Cómo se alejó tanto de mí que ni siquiera por sus ojos ya podía ver?
—¿Me vas a destruir? —preguntó el ómber, algo impaciente por el hambre cada vez más acuciante.
—No, no. Jamás. Ya ha habido suficiente destrucción por un día. Estamos en época de creación. Vivirás y te observaré, e intentaré descubrir qué es lo que mi escultor vio en ti, y así quizá lo recupere. Tienes el Don, así que utilízalo con sabiduría. Nunca interferiré en tus asuntos, puesto que tienes lo que hace falta y debo ver qué es lo que haces. Espero que seas digno de tu creador. ¿Dónde está tu hembra?
—¿El qué? —preguntó desconcertado el ómber.
—¡Ay, siempre un trabajo a medias! No te preocupes. Pondré a mis diez mejores para que te hagan una hembra de tu gusto. Y ahora baja a la creación, y déjame solo.
Y el ómber bajó.